Y de nuevo diciembre con sus añoranzas
Antropos
La vida en general es vibración. Es lo que hace la naturaleza en su necesario acto de salvaguardarse de lo inanimado. De escaparse furtivamente de lo que corroe las interioridades de las venas que hacen oxigenar la vitalidad y la energía.
Así mismo, por los senderos del recuerdo de cada uno de nosotros, palpita el corazón que nos hace fluir sonrisas al arrullo de aquellos momentos que nos hicieron felices y a los cuales anhelamos conceder el tiempo que sea, para gozar de esos trozos de las pasadas vidas.
Se arremolinan de manera desordenada las añoranzas y por eso cuesta amarrarlas para ser felices de nuevo con esos momentos. De repente, por ahí se cuela un recuerdo pequeñito, casi como un rasgo de pincel delgado. Es el instante exacto para escribir acerca de nuestras “bayuncadas de patojos”.
Es el caso entonces de las correrías en bicicleta por las calles empedradas de mi pueblo. De dar rienda suelta a la imaginación para conseguir cinco centavos que costaba la hora de alquiler. A veces con un pequeño hierro afilado, entresacábamos el monte incrustado entre piedra y piedra, de las calles que estaban frente a una casa que el dueño si podía pagar. Por esa limpia nos daban unos centavos. O bien, con un lazo y mecapal nos sumergíamos en los potreros a buscar leña y “chiriviscos” que le vendíamos a las señoras que hacían pan en hornos de barro.
Pero también nos regalaban los dueños de pequeños cafetales, los granos que caían al suelo. Mientras más juntábamos, teníamos otros centavos para el alquiler de bicicleta o para ir al cine a ver películas en blanco y negro. También sucedía, que algunos de nosotros en las visitas que hacíamos a las casas de nuestros abuelos, buscamos en los nidos de gallina, algunos huevitos para ir a vender. O bien fuimos mensajeros de los novios que por ese nuestro afán de andar en bicicleta, nos convirtieron en correos de papelitos de amor, pero eso si tenía un costo de centavos.
Nuestra vida de niños fue de grandes limitaciones. Esto nos obligaba a trabajar la imaginación y hacer crecer la astucia para inventar formas de juego y entretenimiento. Con creatividad buscamos varitas y armamos papalotes o barriletes. Con papel celofán y engrudo a base de agua y harina construimos formas de luna, estrellas, cubos, triángulos. El hilo, lo perseguimos cuando otros niños de bien volaban sus barriletes y cuando estos se les iban, corríamos a recogerlo para contar con nuestro propio hilo que lo traíamos enredado en un pedazo de madera seca. Con nuestras manos tallamos zancos y trompos de palo de guayaba. Con el carrizo del hilo, pudimos hacer nuestros capiruchos con los cuales embelesamos a los nenes del pueblo, hasta que nos los compraban porque decían que eran buenos, sin darse cuenta qué la habilidad de maniobra era propia de quien fabricaba los juguetes.
Llegadas las navidades, las correrías en bicicleta, el vuelo de barriletes, el juego de policías y ladrones, arrancacebollas y otros, era la entrada de la noche buena. Esta adornada con nacimientos en las ventanas de algunas casas, fue la forma de entretenernos en medio de lo que podríamos imaginar. Los ojos de curiosidad de una niñez ávida de juegos y alegrías se transportaban en cada figurita y montañitas hechas de musgo fresco. Pero también el tun, la chirimía y el tambor, anunciaban las festividades patronales de la comunidad indígena en honor al joven dios del maíz, personificado por el sincretismo religioso, en la figura de San Francisco. Ahí disfrutamos en recipientes de jícara el chilate, bebida sagrada con panela de dulce y alegres veíamos bailar al torito de petate que tiene en la cosmovisión chortí, profundos significados espirituales.
Cuando la noche entraba, unos se iban con sus familias de religión católica al templo y otros, los evangélicos a la iglesia a cantar coritos y a comer dulcitos, ponche y pan. Los más afortunados recibían regalos y nosotros, a construir los nuestros, tractorcitos, camioncitos y pequeñas carreteras con puentes de teja y lodo de ceniza. Esto nos entretenía al día siguiente de las navidades, mientras que otros, disfrutaban sus regalos comprados en almacén. Estas diferencias entre unos y otros, dichosamente no nos generaron envidias ni malquerencias, porque nosotros éramos libres como los conejitos que brincan de cerco en cerco. Más bien sucedía que en los juegos de trompos y capiruchos, nosotros fuimos más hábiles, así como nadar en las pozas, como la del mango. En efecto, corrimos por los potreros, las vegas, nos revolcamos en las corrientes de los ríos y gritamos de alegría, cuando de noche, jugábamos las apuestas de ladrones y policías. Estos retazos de vida me hacen ahora, en medio de añoranzas, vibrar con la vida como si fuera la mismísima noche de navidad.

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