1824: Año Decisivo
Ventana Cultural
Muchos me preguntarán: ¿Por qué hablo tanto de Perú si no soy peruana? La respuesta es sencilla: no necesito ser ciudadana de un país para interesarme en su historia, especialmente en aquella que, aunque la estudiamos en la escuela de forma superficial, nos deja mucho para reflexionar.
Desde hace más de diez años, los países de Hispanoamérica venimos conmemorando el bicentenario de hechos que marcaron quiebres, rupturas y nuevos comienzos tras deslindarnos de la corona española. No sé si fue lo mejor en términos absolutos, pero en ese momento se creyó que era lo correcto, aunque también respondía a los intereses de potencias que comenzaban a adquirir más poder en el escenario global.
En 1821, Perú y Centroamérica firmaron sus respectivas actas de independencia con apenas semanas de diferencia. En el caso de Perú, aunque algunos historiadores señalan que la firma ocurrió el 15 de julio, esta se hizo oficial el 28, fecha que se conmemora como el día de su independencia. Por otro lado, en Centroamérica, tras diez años de protestas y levantamientos de diversa índole, el acta de independencia se firmó el 15 de septiembre.
Sin embargo, la historia centroamericana es más compleja. En 1822, la región se unió al efímero Imperio de Agustín de Iturbide, quien fue derrocado ese mismo año. Los conflictos internos generaron una inestabilidad que culminó el 1 de julio de 1823, cuando Centroamérica se desligó del inexistente imperio mexicano y declaró oficialmente su independencia, tanto de España como de México. Posteriormente, se formó una asamblea constituyente que unió a las provincias en una sola nación.
El año 1824 fue decisivo para toda la región de Hispanoamérica, o Latinoamérica, como prefieran llamarla. Veamos algunos de los acontecimientos más relevantes: en Perú, se libraron las batallas de Junín, el 6 de agosto, y Ayacucho, el 9 de diciembre, que culminaron con la derrota del ejército realista y la salida definitiva de las tropas españolas. En paralelo, la Gran Colombia consolidó su unión, integrando a Panamá, Colombia, Ecuador y Venezuela. En Centroamérica, se fortaleció la Federación de Estados Centroamericanos.
La Federación, también conocida como las Provincias Unidas del Centro de América, incluyó a Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Establecida en 1823 y formalizada en 1824, tras la disolución del Primer Imperio Mexicano, esta unión buscaba consolidar la independencia y promover el desarrollo conjunto de la región. Sin embargo, las diferencias internas y los conflictos políticos llevaron a su disolución definitiva en 1841. Desde entonces, Centroamérica se conoce como región y como Istmo, pero no como federación.
Este episodio, como tantos otros en la historia de Hispanoamérica, nos recuerda que la unidad no es tarea fácil, pero sí imprescindible para enfrentar retos comunes. A pesar de los errores y conflictos del pasado, estos acontecimientos ofrecen valiosas lecciones sobre la necesidad de superar divisiones internas y trabajar con un propósito compartido.
Es necesario que seamos agentes de cambio, críticos de nosotros mismos para identificar en qué estamos fallando y resarcir esas falencias. España, como imperio, llegó a su destrucción no por falta de ejércitos, sino por la ausencia de filosofía, reflexión y estrategia. En ese mismo momento, el imperio británico comenzaba a surgir, marcando la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos. De este ejemplo histórico, debemos aprender que el estancamiento y la falta de autocrítica pueden ser más peligrosos que cualquier amenaza externa.
Cada país, con su idiosincrasia, sus luces y sombras, enfrenta retos constantes. La misión no solo es superar esos problemas, sino también trabajar unidos para convertirlos en oportunidades de crecimiento y evolución. Como dirían los grandes héroes de la historia: por tu país, llámese Perú, Venezuela, Colombia, Guatemala, Honduras o El Salvador, sin olvidar a ningún otro, se trabaja, se lucha y, si es necesario, se entrega la vida para hacerlo verdaderamente grande.
Lo que engrandece a un pueblo es su gente, y está en nuestras manos, desde nuestro «metro cuadrado», contribuir al buen funcionamiento de este barco llamado país. Para llegar a buen puerto, debemos remar juntos, cada uno desde sus talentos, virtudes y conocimientos, trabajando con un propósito común.
Quizás suene a utopía, pero las utopías son posibles cuando estamos dispuestos a sacrificar tiempo y esfuerzo para lograrlas. Porque quien no esté dispuesto a hacer esos sacrificios, se resignará a ser un mero espectador mientras la historia avanza y evoluciona.

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