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¿Qué tan libres somos?

Por: André Castillo[1]

Hace poco estaba discutiendo con alguien sobre una idea bastante trillada: ¿Qué tan libres somos? Sin duda es de los temas más repetidos de la historia, pero no quita que sea uno de los tópicos más relevantes que se pueden hablar. La libertad es la capacidad que tenemos de decidir conscientemente entre diferentes opciones, y solo dentro de esta tiene sentido llegar a los mayores objetivos humanos: la felicidad, la paz, la diversión, el arte, la belleza. Todo tiene sentido solo si somos libres, no por nada consideramos la novela de Huxley una distopía profundamente incómoda, aun cuando optimiza todos los otros objetivos, no vale la pena si es a cambio de la libertad. 

Este ensayo pretende discutir la idea común que tenemos de la libertad. Intenta mostrar que no es tan sencillo como tomar o no una decisión, sino que hay que preguntarnos el por qué tomamos esa decisión. Y, dependiendo de la respuesta, hallaremos que somos menos libres de lo que pensamos normalmente.

Partamos definiendo ¿de qué libertad estoy hablando?, porque no es la que nos permite hacer lo que se nos antoje, y que se limita por las condiciones físicas de la persona: su riqueza, su país de origen, su cuerpo, sino que es la libertad que nos deja decidir entre A B o C. La libertad de poder decidir entre las opciones existentes de forma consciente.

Habiendo definido el marco en el que estoy hablando, partamos con una suposición necesaria, que no es necesariamente verdadera, pero lo suficientemente plausible: las personas deciden de forma racional entre sus opciones. Siempre y cuando cumplan un mínimo de condiciones físicas y materiales —alimento, agua, refugio, descanso—, buscan el resultado más favorable a sus objetivos personales. Puede ser la felicidad, la comodidad, la riqueza material, las conexiones con otras personas o cualquier otro objetivo, pero siempre eligen lo que en cada situación específica les parece más conveniente. Por supuesto que esta decisión no es necesariamente la mejor «objetivamente» hablando, pero es una decisión consciente e individual, y es su responsabilidad como persona asumir las consecuencias de su libre elección. 

Ojalá fuera tan sencillo como limitar solo a eso la libertad, pero lamentablemente no es así. Para marcar mi punto quisiera hablar de un fenómeno muy interesante. Una multitud de estudios ha demostrado que ciertos rasgos de la personalidad —usando el modelo Big Five— son extremadamente útiles para predecir por qué partido político va a votar una persona. Este modelo tiene sus limitaciones, pero es, con diferencia, la forma más estudiada de medir la personalidad de las personas. 

Las personas más asociadas con el rasgo de personalidad caracterizado por la respuesta positiva a nuevos estímulos y resistencia a la autoridad (Openness) tienden a votar por partidos más «liberales» o progresistas. Mientras que las personas con mayor expresión del rasgo asociado con el seguimiento de las normas establecidas, la responsabilidad y el orden (Conscientiousness) tienden a votar por partidos más conservadores (Gerber et al. 2011).

Esto puede parecer bastante obvio, pero las implicaciones son más problemáticas de lo que parece, ya lo veremos en un momento. Estudios realizados con gemelos adoptados por familias diferentes han demostrado que, aproximadamente, la mitad de los rasgos de la personalidad están influenciados por factores biológicos (Bouchard y McGue 2003). El porcentaje restante (45% a 60%) se atribuye principalmente a factores ambientales no compartidos, es decir, experiencias únicas que difieren entre individuos, aun dentro de la misma familia. Estos factores incluyen amistades diferentes, relaciones amorosas, variación de la dinámica con los padres, etcétera.

El estudio destaca que los factores ambientales compartidos —como el nivel socioeconómico o la crianza general— tienen un impacto mínimo en la personalidad, y que la mayor parte de la influencia ambiental proviene de experiencias individuales no compartidas.

Si lo conectamos con el estudio anterior sobre los rasgos de la personalidad y la predisposición a votar por ciertos partidos políticos, podemos llegar a la conclusión de que nuestra personalidad es dependiente casi enteramente por factores que no se pueden controlar —genética y factores ambientales aislados—, y, también, que nuestra personalidad influencia enormemente nuestras decisiones, nuestros objetivos y nuestras valoraciones: qué consideramos que es «mejor» o «peor». 

Aquí viene un problema importante: los modelos que creamos y seguimos son a raíz de estas valoraciones. Entonces, los debates que llevan décadas existiendo podrían, tal vez, reducirse a diferencias genéticas y ambientales aisladas, y no a si las ideas son más o menos lógicas. No se puede llegar a un consenso de qué idea es mejor o peor si A cree que X es más importante que Z, y B cree lo contrario. Y ambos creen lo que creen por factores externos a la consciencia y la razón.

Por supuesto, esto no se queda solo en los debates políticos y filosóficos, por ejemplo, un metaanálisis mostraba una correlación moderadamente fuerte (.50 a .60) entre el rasgo Conscientiousness y el éxito laboral.

Tiene mucho sentido si entendemos las características de este rasgo: ser responsable, diligente, cuidadoso, ordenado, etcétera. Ahora, si el éxito laboral depende fuertemente de un rasgo determinado por factores que no se pueden controlar, ¿podemos culpar al «flojo» por su condición? ¿Puede acaso decidir dejar o empezar a actuar de una forma diferente?

El éxito académico y laboral, la propensión al crimen, el abuso de sustancias, la religiosidad y espiritualidad, la salud física y longevidad, el bienestar subjetivo, las relaciones interpersonales, la identidad personal, la salud mental, y un largo etcétera de áreas es el marco que afectan los rasgos de la personalidad (Ozer y Benet-Martínez 2006). Nuestros pensamientos no moldean los rasgos; son los rasgos los que moldean nuestros pensamientos

La última esperanza estaría en cambiar estos rasgos voluntariamente, así que: ¿es posible cambiar estos rasgos para hacernos, por ejemplo, más exitosos académica y laboralmente?

La respuesta es técnicamente sí, pero con matices. Se necesita un compromiso extraordinario para que el cambio de rasgos sea voluntario. La gran mayoría de los cambios en la personalidad suceden como respuesta a eventos significativos en la vida, como cambiar de trabajo, mudarse a otro país o la ruptura de una relación amorosa (Roberts, Walton y Viechtbauer 2006). Que son cosas que, al menos en su mayoría, no podemos controlar.

Tendríamos que pensar, además —aunque esta es una mera suposición—, que la capacidad de cambiar estos rasgos y a qué los queremos cambiar está, a su vez, influenciado por los rasgos en sí. Una persona con un Conscientiousness elevado probablemente pueda cambiar sus rasgos más fácilmente que otra que, al contrario, lo tenga muy bajo.

Uniendo todo lo anterior, si nuestra personalidad existe por factores que prácticamente no podemos controlar, luego esta personalidad decide «A» creando valoraciones —decidiendo que A es mejor que B—, y por último justificamos «conscientemente» esa decisión con razonamientos «lógicos», ¿podemos decir que elegimos libremente?, ¿aun cuando lo que nos hizo decidir fue algo que no podemos controlar? 

Entonces, ¿qué significa todo esto? ¿Somos libres o no?

Por supuesto que todo depende de cómo lo analicemos, qué interpretación le demos a los resultados de los estudios. 

Se podría argumentar que la libertad no requiere ausencia de influencias, sino la capacidad de actuar según nuestros deseos, incluso si estos están condicionados. Esto no nos exime de responsabilidad, pero sí redefine lo que significa ser libre. La postura es válida, pero tiene sus limitaciones. ¿Cómo va a ser libre una persona si sus decisiones fueron tomadas por factores externos?

Tampoco voy a ser completamente determinista y decir que nada depende de la elección propia, pero no reconocer que hay limitaciones relevantes es simplemente incorrecto.

Y es que nuestra «lógica», lo que nuestro cerebro nos grita que es correcto e incorrecto, no es, irónicamente, lo que es más lógico. Aparte de la personalidad, podría añadir la enorme cantidad de sesgos cognitivos que tenemos a la lista de procesos que toman decisiones sin que nos demos cuenta. Por ejemplo: valoramos más positivamente las cosas que vemos más repetidas (las asociamos con la seguridad) y consideramos negativas las que menos se repiten (Zajonc y Rajecki 1969). Si vemos mucho una idea la consideramos «buena», si la consideramos buena la justificamos «racionalmente». ¿Dónde está la libertad allí? 

Además, no todo son accidentes, también existe el estudio de los sesgos para manipular sus valoraciones: ¿por qué cree que en época electoral ponen tantas pancartas? ¿Por qué algunas empresas impulsan la repetición de ideas específicas? Y este es solo uno de los muchísimos sesgos cognitivos que tenemos. 

Entonces, ¿nunca vamos a ser libres?

No necesariamente, hay una forma de empezar a tomar —algunas— decisiones libremente. Tenemos que ir en contra de nuestra lógica natural, porque esta está dictada por, como vimos anteriormente, razones no muy lógicas que digamos. Analicemos verdaderamente las razones detrás de las decisiones que estamos tomando. Conozcámonos a nosotros mismos. ¿Cómo es la distribución de nuestros rasgos de la personalidad? ¿Qué tendemos a pensar como lógico cuando no lo es? 

Lo bueno de la libertad es que no importa si la decisión es correcta o no. Lo que importa es que se tome conscientemente. Y solo si entendemos por qué decidimos y creemos nuestras elecciones y creencias más fundamentales es que podemos decir que somos verdaderamente libres.


[1] Ian André Castillo Morales, estudiante de Comercio y Relaciones Internacionales en la Universidad Francisco Marroquín.

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