No son Demonios, ni serán Ángeles
¿Quién resulta más admirable, una persona que ayuda a un indefenso porque siente un impulso emocional u otra que, a pesar de no sentir satisfacción en ayudar, aplica su fuerza de voluntad para hacer lo que reconoce correcto? Preguntas como esta son valiosas debido a que su exploración permite comprender las distintas causas que motivan nuestros comportamientos cotidianos.
Es común percibir que el origen de la acción moral se encuentra en una de las siguientes cuatro causas: el conocimiento moral, los impulsos (deseos y sentimientos involuntarios), la fuerza de voluntad o las circunstancias (tentadoras o incentivadoras). Lo curioso es que todas influyen, son eslabones de una sola cadena.
Por lo tanto, limitarse a la formación moral de los ciudadanos para garantizar un comportamiento adecuado fracasará, ya que, aun cuando la persona conozca la acción moralmente correcta, a menudo experimentará sentimientos y deseos involuntarios que la empujarán a actuar de forma incorrecta. Por ello, distinguir entre el bien y el mal no es suficiente.
Por otra parte, dedicarse solamente a formar ciudadanos con conocimientos morales e impulsos «buenos» también resultará insuficiente. Todo ser humano experimenta una amplia gama de sentimientos y deseos. Además, un impulso que parece noble —como el placer de socorrer al prójimo— puede llevar a fines inmorales, por ejemplo, si motiva a ayudar a un criminal a escapar de la justicia. Los sentimientos internos no siempre encajan con el bien. A menudo se necesita emplear la fuerza de voluntad para resistir los impulsos que discrepan del conocimiento moral.
Si se limita a formar ciudadanos con conocimientos morales, impulsos «buenos» y fuerza de voluntad, tampoco será suficiente. La mayor prueba del carácter moral se da cuando actuar correctamente resulta engorroso, inconveniente o costoso. Superar estas pruebas exige ejercer la fuerza de voluntad; pero, como humanos, no siempre contamos con la suficiente, y el temple puede ceder ante la tentación adecuada.
Como consecuencia, todo sistema político que exija que los ciudadanos nunca cedan ante las tentaciones —como si fueran ángeles— para que rija la justicia fracasará. Cuando la circunstancia crea presiones que sobrepasan la fuerza de voluntad del ciudadano de a pie, la solución debe incluir modificar el entorno que las produce.
Aquel que se dedique a mejorar la conducta moral de otros debe reconocer que no es posible formar ángeles ni crear condiciones donde los incentivos siempre impulsen a obrar bien. Lo que sí puede lograrse es aumentar la probabilidad de que los ciudadanos actúen conforme a la moral. El mejor resultado surge del fortalecimiento de toda la cadena de factores involucrados. Pero, ¿cómo lograrlo?
Todo adulto mentalmente sano cuenta con el conocimiento moral necesario para diferenciar entre acciones correctas e incorrectas básicas, con lo que conoce que hechos tales como robar o castigar al inocente son injustos. Sin embargo, la perspicacia suele fallar en este respecto; así, aunque es común reconocer que es injusto causarle daño al inocente, a menudo resulta difícil identificar a los inocentes, detectar el sufrimiento o distinguir qué acciones provocan que otro sufra. La perspicacia puede afinarse en las aulas mediante ejercicios de intercambio de roles y otras prácticas diseñadas para ponerse emocionalmente en el lugar de otra persona.
El impulso, entendido comúnmente como sentimientos y deseos, es el placer o la molestia interna que experimentamos frente a ciertas ideas o acciones. La forma más sencilla de conceptualizarlo es mediante el símil de los gustos: algunas personas prefieren lo dulce, otras lo salado; unas la playa, otras la montaña; unas sienten envidia y otras, admiración. Lo que compone un impulso es altamente diverso y, con frecuencia, incontrolable. Un factor tangible que influye en nuestras preferencias es la referencia que establecen nuestros ídolos y modelos.
Los estudios indican que la fuerza de voluntad con la que se cuenta se forma principalmente antes de los seis años de edad. Se ha identificado que dos factores influyen en su desarrollo: mientras más predecible y adecuadamente se atiendan las necesidades del niño (alimentación, higiene, afecto, etcétera), mayor será la fuerza de voluntad que desarrolle. A partir de los seis años, esa fuerza se puede robustecer mediante la práctica (su empleo medido) a fin de aumentar su resistencia a la fatiga.
El último tema aborda las circunstancias tentadoras que colocan a las personas bajo presiones cuya fuerza de voluntad no logra contrapesar. Por ejemplo, pocos donantes resisten la tentación de apoyar a candidatos con fines clientelistas. La solución yace en eliminar la tentación, es decir, en modificar los incentivos (p. ej., al quitarle a los dirigentes políticos la autoridad de nombrar jueces, fiscales y otros funcionarios), tal y como se ha hecho en los países desarrollados. En conclusión, motivar la conducta moral requiere un enfoque amplio, que va más allá del carácter.

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