Francisco, el Papa que Vivió el Evangelio
Poptun
No soy católica. Nunca lo he sido. Pero ayer me desperté muy conmovida por la noticia del fallecimiento del Papa Francisco, y por ello siento la necesidad de rendir homenaje a un hombre que, sin proponérselo, logró tocarme el alma. Un líder que me hizo despertar el deseo profundo de acercarme a la Iglesia católica. No por tradición, ni por doctrina, sino por él. Por su forma de vivir lo que predicaba. Por la coherencia entre sus palabras y sus actos. Por el amor que irradiaba, tan fiel a los principios de Jesús, tan humano, tan real.
El Papa Francisco fue mucho más que el jefe de la Iglesia católica. Fue un referente moral y espiritual para creyentes y no creyentes. Fiel a los principios que Jesús enseñó, vivió para proteger a los más vulnerables, acompañar a los excluidos y recordarle al mundo que el poder solo tiene sentido cuando se pone al servicio del otro. Renunció a los lujos, al salario, a las comodidades del Vaticano. Prefirió el contacto con la gente sencilla, con los olvidados, con los que sufren. Acercó la Iglesia al pueblo y, con ello, también acercó la palabra de Dios a quienes ya no la esperaban.
Inseparable de sus propias palabras —esas que tanto repitió— de que nunca hay que perder la sonrisa ni el buen humor, ni siquiera en medio del dolor, un día antes de su muerte, convaleciente y en silla de ruedas, seguía sonriendo y saludando a los fieles, deseando al mundo una “Feliz Pascua”. Hasta el final, fue testimonio vivo de esperanza, de entrega y coherencia.
Fue valiente. Denunció la crueldad de la guerra en Gaza y en tantos otros rincones del planeta. No dudó en señalar la indiferencia del mundo ante el drama de los migrantes criticando las deportaciones masivas, el olvido de los pobres, la destrucción del medioambiente, la codicia desmedida y las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad. Habló claro. Y por eso fue criticado, incluso dentro de la propia Iglesia católica. Lo tildaron de comunista, de populista, de hereje. Pero en realidad fue un revolucionario, en el sentido más profundo y evangélico del término. Como lo fue Jesús, que, si viviera hoy, también habría sido acusado de lo mismo. También habrían querido crucificarlo de nuevo.
El Papa Francisco terminó su vida con humildad, con dignidad, con amor. Su partida, precisamente en un lunes de Pascua, no es solo una coincidencia del calendario: es un símbolo que nos invita a reflexionar sobre la bondad, la misericordia y el sentido de una vida entregada por completo a los demás. Que su partida nos recuerde que aún hay líderes que pueden hacer del amor una forma de revolución.
Sin duda, fue una luz en medio de un mundo donde muchos líderes siembran oscuridad, división y odio. Y esa luz no debe apagarse con su muerte. La Iglesia católica tiene una enorme responsabilidad: continuar su legado, no traicionarlo. La elección del próximo Papa no puede ser un retroceso ni una respuesta al miedo. Debe ser un acto de valentía. El mundo necesita otro líder que inspire, que no tema incomodar, que siga predicando con el ejemplo, que pueda seguir iluminando el camino y caminando del lado de los que sufren. Que sea coherente, como lo fue el Papa Francisco.
Yo, sin ser católica, lo admiré profundamente. Y como yo, muchos. Porque el Papa Francisco logró lo más difícil: ser creíble. Y ese es, quizás, el milagro más grande que nos deja. Porque su vida fue un mensaje de amor universal, capaz de trascender fronteras religiosas. Porque nos mostró que se puede predicar sin imponer, liderar sin aplastar, servir sin buscar aplausos.
Ayer el mundo perdió a un gran pastor, pero su testimonio queda. Que su memoria nos inspire a ser más humanos. Y que quienes tienen ahora en sus manos el rumbo de la Iglesia católica, tengan también el coraje de mantener viva la llama que él encendió: la del amor hecho acción, del Evangelio vivido, de la esperanza encarnada en cada gesto de compasión.

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