Mamá
Teorema
En un día como hoy, pero en 1997, escribí el texto siguiente pensando en todos esos seres que llevaron en su vientre durante nueve meses a un embrión hasta cuando nació y se convirtió primero en niño y luego en hombre. ¡Qué quienes disfrutan el privilegio de tener viva a su mami, al abrazarla hoy, pongan en ese abrazo todo su amor y reconocimiento!
Entonces escribí: Desde cuando empecé a escribir columnas como esta, todos los años quise dedicar una a las madres guatemaltecas. Quería encomiar su esfuerzo y abnegación. Convertirme en portavoz de lo que sus propios hijos hubieran querido decir. Poner en palabras el significado de su maravilloso rol en el milagro de la vida.
El esfuerzo fue vano. Tres veces vi pasar el diez de mayo sin conseguirlo. Tres veces fracasé. El año pasado entendí que nunca podría hacerlo. Mi concepción de madre es demasiado personal. Soy incapaz de abstraer o generalizar. Es un pensamiento concreto. Sólo puedo concentrarme en una madre, esa mujer estupenda que me dio la vida.
Esta vez, decidí escribir sobre ella. Explicar lo que ha significado para mí. Expresar con la mayor humildad, mi agradecimiento gigantesco. Quiero reconocer que le debo mucho más que la existencia. Confío en que el lector encontrará en estas líneas su propio reflejo.
Mi madre fue uno de esos seres a quienes la naturaleza concedió el don del cariño. De entregarse totalmente, sin reservas. Nunca sufrí falta de ternura materna. En su amor encontré la fuerza necesaria para levantarme cuantas veces resbalé. Creo que esa es la deuda más grande que tengo con ella. Creo que ese es el regalo más hermoso que una madre puede dar a sus hijos.
Fue la menor de cinco hermanos. Su padre murió cuando ella estaba por cumplir un año. Puede decirse que nunca lo conoció. Su hermano mayor ya era quinceañero cuando ella nació. Él y los otros tres, se convirtieron en protectores suyos durante su infancia y su juventud.
Después los papeles cambiaron, de protegida pasó a ser protectora. Sus hermanos siempre la consultaban antes de tomar una decisión importante. Para su cumpleaños, la casa se llenaba de tíos y primos. A juzgar por lo largo y complicado que era llegar a la finca donde vivíamos, estoy seguro de que debieron quererla mucho. Ella devolvía con creces el amor que recibía.
Nunca conocí a nadie tan preocupado por no ofender a los demás como ella. La sola posibilidad de que una frase o un gesto suyo hubiera podido herir a otro, la llenaba de espanto. Creo que siempre se sintió seducida por las penas y problemas de los demás. Se identificaba con el dolor ajeno. Lo sufría al lado del doliente.
Conservo un recuerdo particularmente poderoso de ella. Fue en 1,954, una fría mañana de febrero en Quetzaltenango. Yo estudiaba la primaria y vivía en casa de mi abuela, la madre suya. Mamá había llegado a pasar el fin de semana conmigo. Fueron unos días estupendos, llenos de su calor. Ese día, ella debía regresar a la finca y yo a clases.
Ya habíamos pasado el estadio, solo faltaban unas cinco cuadras para llegar al colegio. Su mano, maravillosamente tibia, cubría mi mano. Ella usaba un abrigo negro que me hacía verla como a un enorme oso. Casi no hablábamos. Ocasionalmente hacía alguna recomendación sobre mi comportamiento o los estudios. Interrumpía sus frases viendo hacia arriba para evitar el llanto. A mí también me destrozaba la separación.
Finalmente llegamos al portón del colegio. Allí nos despedimos con un abrazo fuerte y prolongado. Las barbillas de los dos temblaban. El llanto no podía ser controlado. Al entrar, el patio estaba lleno con niños en formación. Debía soportar la burla de los demás por mis ojos enrojecidos. Me fortalecía pensar que la mía, era la mejor de las mamás.
Pasaron los años, después del Colegio vino la Universidad. Mamá siempre venía a visitarnos, a mi hermana y a mí. El ritual consistía en un almuerzo en algún restaurante del centro. Ella pagaba la cuenta. Nunca puso límite a lo que pedíamos. Pero algunas veces ella se limitaba. Decía que se sentía llena. Yo sospechaba otras razones. Sabía que era literalmente capaz de quitarse la comida de la boca para darla a sus hijos. Y que eso, en vez de causarle tristeza la hacía feliz.
Hasta cuando falleció, hace 18 años, invariablemente reconocí en mi madre un poder especial. Aún en sus últimos años, cuando su cuerpo envejecido le dificultaba movilizarse, siempre me sentí protegido por ella. Era una sensación extraña. La percepción de que nada malo me podía suceder. Que, ante cualquier dificultad, por grave que fuera, ella estaba allí y podía resolverla.
Siempre conté con ella. Cuantas veces la busqué, la encontré. Nunca, jamás, me defraudó. Entre otras muchas cosas, fue por eso que me prohibí, terminantemente, cualquier forma de conducta que pudiera avergonzarla. Las veces que erré vi hacia arriba y, en silencio, le pedí perdón. Hoy y siempre, como aquella fría mañana en el colegio cuando buscaba mi lugar en la formación, me fortalece saber que su amor me hizo mejor.
¡Loores a todas las mamis!
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