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El Eco de la Guerra: Europa en la Encrucijada

Zoon Politikón

Sinopsis:

Mientras la guerra en Ucrania revela las grietas de una Europa aún dependiente de Estados Unidos, el continente se enfrenta al dilema de rearmarse, redefinirse y resistir en un mundo que ha dejado atrás las certezas del pasado. Este artículo recorre, los dilemas, tensiones y oportunidades que enfrenta Europa en su intento por asumir el control de su destino geoestratégico.

En el corazón de Europa, donde las catedrales susurran antiguas plegarias y los relojes aún marcan el tiempo con dignidad imperial, ha comenzado a soplar un viento distinto. No es una tormenta repentina ni una brisa pasajera: es el aliento de una vieja potencia que se resiste a la fragilidad. Mientras el eco de la artillería se prolonga en las estepas de Ucrania, como un tambor ancestral que no cesa de golpear, Europa empieza a comprender que el sueño de la paz perpetua fue, quizás, solo eso: un sueño.

Donald Trump, con su voz cargada de absolutos y la mirada fija en su legado, promete terminar la guerra como quien apaga una lámpara en la noche. Pero el conflicto, profundo como las raíces de un roble herido, no desaparece con declaraciones ni se resuelve con votos. A principios de marzo, la ayuda militar estadounidense a Ucrania se detuvo, no como un golpe de martillo, sino como el lento desvanecerse de una melodía. En el frente, el silencio se volvió peligroso. Las ofensivas se congelaron, los soldados vacilaron, y la moral, siempre tan frágil como el cristal, comenzó a resquebrajarse.

No fue un momento aislado. En el mes de agosto, una operación ucraniana cerca de Kursk—no oficial, no confirmada, pero susurrada entre los pasillos de los mandos—casi se convierte en tragedia. Tropas al borde del cerco, salvadas por poco, recordaron que la guerra no perdona las pausas, y que la logística es el dios oculto de todo combate. Aquella suspensión, aunque temporal, dejó más que un vacío: dejó cicatrices estratégicas y diplomáticas. Europa, observadora y aliada, sintió el estremecimiento como si le hubieran arrebatado el escudo mientras el enemigo aún blande la espada.

La dependencia, que durante décadas fue cómoda y mutua, se ha vuelto incómoda. Portugal, nación marinera de pasado imperial, se atrevió a rechazar la compra de cazas F-35, no como un acto de confrontación, sino como una afirmación de identidad. Suecia reflexiona en voz baja, mientras sus generales observan el cielo y se preguntan si el futuro debe escribirse con tinta extranjera. Europa Rearm, la iniciativa que brota como una flor en invierno, es la respuesta al desconcierto. Ochocientos mil millones de euros, como un conjuro económico, buscan revivir una industria dormida. Pero los números, por sí solos, no construyen escudos ni fabrican voluntad.

En Bruselas, se habla de préstamos y fondos comunes como si se tratara de hechizos olvidados que deben ser redescubiertos. Ciento cincuenta mil millones de euros para un fondo de defensa, ofrecidos como una promesa solemne, han comenzado a tensar los hilos entre París y Berlín. La discordia, disfrazada de diplomacia, revela que incluso entre aliados la ambición puede ser una sombra difícil de disipar. Macron y Scholz danzan alrededor del proyecto común, pero sus pasos a veces van en direcciones opuestas. Europa, en su intento de blindarse, corre el riesgo de tropezar consigo misma.

Mientras tanto, las empresas de defensa se alzan como torres de una ciudad encantada. Rain Metal, BAE Systems, Dassault… nombres que antes habitaban informes técnicos ahora se murmuran en los salones de inversión. Sus acciones vuelan como halcones, impulsadas por la necesidad y el miedo. Pero bajo esa aparente bonanza, se esconde un problema mayor: Europa sigue respirando a través de pulmones ajenos. Sistemas como el Patriot o plataformas ISR son préstamos disfrazados de soberanía. La información, que en esta era es tan valiosa como el acero, depende aún de ojos que no son europeos.

Hensoldt, en Alemania, construye Pegasus, un avión sigint que promete convertir al continente en algo más que un espectador con binoculares. Pero su llegada aún está lejos, en el horizonte. Mientras tanto, Starlink ilumina los cielos ucranianos con la precisión de un centinela cósmico. Europa observa y entiende: necesita su propia constelación, sus propios ojos entre las estrellas. Eutelsat lo intenta, pero los satélites no se construyen con intenciones; requieren voluntad, capital y estrategia.

En el campo de batalla del futuro, los drones son los caballos alados. Turquía y su industria, a través de Baykar, han demostrado que la autonomía no es una utopía. La colaboración con Leonardo es un puente entre oriente y occidente, pero sigue siendo frágil. La producción europea de drones es aún incipiente, y cada componente importado es un recordatorio de dependencia. La libertad tecnológica no se decreta, se fabrica.

Y aún así, los temores persisten. El debate sobre el F-35 no es solo técnico; es filosófico. El rumor de un “interruptor de desactivación”—tal vez exagerado, tal vez real—funciona como símbolo. ¿Qué tan libre es un país que no puede controlar sus propios cielos? Este temor ha despertado una nueva ambición: crear el propio caza europeo. El proyecto FCAS, aún envuelto en burocracia y desacuerdos, es una promesa sin alas. Mientras tanto, Turquía despliega su Kaan, como si quisiera recordarle al continente que la voluntad es más veloz que los tratados.

La Unión Europea tiene un Producto Interno Bruto mayor que China, pero su músculo militar es apenas un esbozo. Su capacidad de respuesta combinada es limitada, su doctrina común débil, y su integración operativa más un deseo que una realidad. Los ejércitos nacionales, reducidos y descoordinados, son legiones dormidas que ahora deben despertar en sincronía. No basta con gastar más; hay que gastar mejor, en común, con visión. La seguridad no es una suma de partes, es una decisión compartida.

Y, sin embargo, el momento es propicio. La niebla que cubre Europa no es definitiva. Si logra transformar recursos en determinación, acuerdos en acción, y planes en capacidades reales, el continente podrá al fin reclamar su papel en la historia no como un campo de batalla, sino como arquitecto del equilibrio. La guerra en Ucrania ha sido el espejo, y lo que Europa ha visto en él no ha sido debilidad, sino posibilidad.

El reloj corre. La historia, como siempre, observa. Y en esta nueva página, el futuro europeo no será dictado por los ecos del pasado, sino por la claridad con que sus líderes sepan mirar el horizonte y atreverse a caminar hacia él, aun cuando las nubes sean espesas. Porque en tiempos de oscuridad, no hay mayor arma que la decisión de encender la luz.

Nota del autor:

Esta columna explora, desde una mirada crítica y literaria, el renacer de Europa como actor de seguridad en un escenario global marcado por la incertidumbre, el conflicto y la recomposición del orden mundial.

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Edgar Wellmann

Profesional de las Ciencias Militares, de la Informática, de la Administración y de las Ciencias Políticas; Analista, Asesor, Consultor y Catedrático universitario.

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