El analfabetismo funcional en la era digital: cuando el uso desmedido de dispositivos debilita la comprensión
Ventana Cultural
Hace más de cincuenta años, cuando se hablaba de analfabetismo, se pensaba en aquellas personas que no sabían leer ni escribir, incluso sumar o hacer cuentas. Más adelante, con la llegada de las computadoras, el concepto se amplió: también se consideraba analfabeto quien no sabía manejar estos dispositivos. Hoy, enfrentamos un nuevo tipo de analfabetismo: el analfabetismo funcional.
Este término se refiere a la incapacidad de una persona para aplicar sus habilidades de lectura y escritura de manera efectiva en situaciones reales. Por ejemplo, alguien puede leer una receta médica, pero no comprender sus instrucciones; o, en el ámbito educativo, puede leer las indicaciones de un examen, pero no entender lo que se le pide.
Actualmente, vivimos en una época donde la tecnología forma parte de cada aspecto de la vida diaria. Parecería impensable que millones de personas tengan dificultades para comprender un texto escrito. Sin embargo, el fenómeno del analfabetismo funcional crece de forma silenciosa, incluso entre quienes han recibido educación formal. A diferencia del analfabetismo tradicional, aquí no se trata de no conocer el alfabeto, sino de no lograr comprender, interpretar o utilizar correctamente la información escrita en contextos cotidianos.
En un principio, el uso de las computadoras era muy básico: cálculos, procesamiento de texto y manejo de datos. Con el tiempo, su uso se volvió más sofisticado y constante. Aunque su propósito ha sido facilitar la vida de la humanidad, su uso desmedido ha provocado estragos silenciosos en nuestra conciencia, y no solo en lo cognitivo, sino también en lo físico. Hoy sabemos que pasar largas horas frente a las pantallas puede afectar la mácula de nuestros ojos, comprometiendo la visión central, esa que nos permite leer con claridad. Este no es un detalle menor, sino una advertencia de hasta qué punto estamos alterando nuestros hábitos más elementales.
Es común —y casi normalizado— pasar muchas horas al día frente a una pantalla, ya sea por razones laborales o educativas. Después de la pandemia de la COVID-19, su uso se volvió aún más cotidiano. Surgieron nuevas aplicaciones, escuelas virtuales, reuniones internacionales y otras prácticas que antes eran impensables en el día a día.
No obstante, se ha comprobado que el estímulo excesivo provocado por los dispositivos ha reducido el tiempo y la disposición para realizar otras actividades esenciales. Bien dicen que la red y los dispositivos “alejan a los que están cerca y acercan a los que están lejos”. Paradójicamente, estamos tan conectados con el mundo exterior que nos estamos desconectando de nosotros mismos.
El vínculo entre el uso excesivo de dispositivos y el analfabetismo funcional no es directo, pero sí progresivo. No se trata de culpar a la tecnología, sino de reconocer que nuestra falta de responsabilidad en su uso puede debilitar habilidades esenciales. Si la tecnología se utiliza correctamente, puede facilitar la vida y potenciar el conocimiento. La inteligencia artificial, por ejemplo, es útil en muchos campos, pero no puede —ni debe— sustituir la empatía, la creatividad ni los valores humanos que nos distinguen.
El analfabetismo funcional genera serias limitaciones. En la vida cotidiana, impide comprender contratos, llenar formularios, interpretar normativas o seguir instrucciones básicas. En el ámbito laboral, obstaculiza la comunicación efectiva, la toma de decisiones y la productividad. Incluso limita la comprensión de la expresión oral. Además, el uso constante de pantallas como forma de evitar el aburrimiento ha disminuido nuestra capacidad de ser creativos. Y es que, como dicen los expertos, el aburrimiento también tiene su valor: activando zonas del cerebro vinculadas con la creatividad y la imaginación.
Por eso, debemos aprender a discernir cuándo y cómo usar los dispositivos. No se trata de prohibirlos, sino de educar en su uso consciente. Algunos coaches lo han señalado: usar el celular en medio de una reunión no solo distrae, sino que envía un mensaje silencioso pero elocuente: “esto que ocurre frente a mí no me importa”. Esa actitud, muchas veces inadvertida, comunica desinterés y falta de respeto hacia los demás. Y si lo pensamos bien, también hacia uno mismo.
El analfabetismo funcional es un reto silencioso que amenaza con expandirse en este mundo hiperconectado. La solución no está en renunciar a la tecnología. Al contrario, necesitamos reeducarnos en el uso que hacemos de ella. Hay que devolverle valor a la palabra escrita, a la lectura crítica y al pensamiento articulado. Solo así podremos formar ciudadanos capaces de comprender, participar y transformar su entorno con conocimiento… y no solo con conexión.

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