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Sobre diputados, interpelación y ministros de Estado

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Por mandato de la Constitución Política los diputados tienen el derecho de interpelar a los Ministros de Estado; y los ministros tienen la obligación de someterse a la interpelación. Nadie puede impedir a los diputados que interpelen a los ministros, ni puede aprobar o improbar, ni “calificar” o restringir, las preguntas que plantearán a ellos. La única limitación es que los ministros no pueden ser interpelados sobre “asuntos diplomáticos u operaciones militares pendientes.” 

Finalizada la interpelación, los diputados pueden aprobar o no aprobar los actos del ministro interpelado. Si no los aprueban, el ministro debe renunciar. Empero, si el Presidente de la República no acepta la renuncia, porque los actos del ministro corresponden “a la conveniencia nacional y a la política del gobierno”, el ministro puede acudir a los diputados para explicar y discutir esos actos, y someterse a una interpelación más amplia. Se colige que si el presidente acepta la renuncia, los actos del ministro no correspondían “a la conveniencia nacional y a la política del gobierno.” ¿Por qué, entonces, no lo habría destituido antes de que los diputados lo interpelaran? Es un misterio de los artículos constitucionales sobre interpelación. 

Si el ministro cuyos actos no han sido aprobados no acude a los diputados para explicar y discutir sus actos, y someterse a una interpelación más amplia, es destituido por los diputados, quienes también le prohíben ser ministro durante los seis meses siguientes. Si acude, y la no aprobación de sus actos es ratificada, es destituido por los diputados. La Constitución Política no emplea la palabra destitución, sino la eufemística palabra separación. Tampoco emplea la palabra prohibición, sino la también eufemística palabra inhabilitación.

Puedo suponer que el propósito de los diputados interpelantes es realmente conocer la eficiencia o la ineficiencia, la eficacia o la ineficacia,  de los actos del ministro interpelado; y también su honradez o no honradez, y su aptitud o ineptitud para cumplir las funciones que la ley adjudica a él. Puedo suponer también que los diputados interpelantes tienen un genuino interés en procurar el mejor ejercicio del poder ejecutivo del Estado.

Correlativamente, puedo suponer que el propósito del ministro interpelado es realmente demostrar que sus actos han sido eficientes y eficaces, y que es honrado y ha cumplido con aptitud las funciones que la ley adjudica a él. Puedo suponer también que el ministro interpelado tiene un genuino interés en procurar el mejor ejercicio del poder ejecutivo propio de su esfera ministerial. 

Tales suposiciones son erróneas. 

El propósito de los diputados interpelantes suele ser obtener un beneficio político; y aparentar que tienen interés en procurar el mejor ejercicio del poder ejecutivo del Estado. ¿Quién puede creer que tienen tal interés? Presumo que ni ellos mismos lo creen. ¿Y qué diputado interpelante estaría dispuesto a confesar que su propósito es obtener un beneficio político? 

El propósito del ministro interpelado también suele ser obtener un beneficio político; y aparentar que tiene interés en procurar el mejor ejercicio del poder ejecutivo propio de su esfera ministerial. ¿Quién puede creer que tiene tal interés? Presumo que ni él mismo lo creer. ¿Con el fin de defenderse del ataque interpelativo, el ministro ordena a sus principales colaboradores que preparen información ficticia o no ficticia, con la cual él pueda producir la impresión de que está preocupado por los problemas que debe resolver su ministerio, y que para resolverlos actúa con fabulosa eficiencia y fantástica eficacia? 

Empero… ¿quién puede creer, por ejemplo, que un interpelado Ministro de Gobernación actúa con esa eficiencia y eficacia, si los guatemaltecos son víctimas cotidianas de robo, secuestro, extorsión y asesinato? ¿Quién puede creer, por ejemplo, que un interpelado Ministro de Salud Pública actúa con esa eficiencia y eficacia, si los guatemaltecos son víctimas de pésimos y escasos servicios públicos de salud, suministrados por hospitales en los cuales la vida es una esperanza y la muerte es una certeza? ¿Quién puede creer, por ejemplo, que un interpelado Ministro de Comunicaciones y Obras Pública actúa con esa eficiencia y eficacia, si los guatemaltecos son víctimas de carreteras casi destruidas, y de puentes caídos, y de caminos penosamente transitables?

La interpelación no necesariamente beneficia políticamente al diputado interpelante y al partido al cual pertenece. No hay tal beneficio porque el Congreso de la República, constituido por los diputados, está suficientemente desprestigiado y los diputados mismos son despreciados por la mayoría de ciudadanos. Precisamente las interpelaciones incrementan ese desprestigio y ese desprecio.

Empero, el ministro interpelado puede beneficiarse políticamente, por tres motivos. El primero es que ha podido informar sobre sus actos y los ha explicado, aunque sea ineficiente e ineficaz, y no honrado ni apto. El segundo es que la interpelación puede producir la impresión de que el ministro es víctima del interés político de diputados perversos y corruptos. El tercero es que el ministro tiene la oportunidad de demostrar, no que han sido resueltos los problemas que le compete resolver, sino de exponer las causas de esos problemas y los factores que han impedido resolverlos; y argumentar que esos problemas no son peores precisamente porque él ha actuado con eficiencia, eficacia, y es honrado y apto. ¡Hay que agradecerle que los problemas no sean peores!

Independientemente de que la interpelación beneficie o no beneficie políticamente al diputado interpelante o al ministro interpelado, no ha sido útil para mejorar el ejercicio del poder ejecutivo del Estado. Ha sido inútil; y será inútil aunque el interpelante plantee diez o mil cuestiones al ministro interpelado y aunque la interpelación dure diez o mil horas. 

La Constitución Política otorga a los diputados el derecho a interpelar a los ministros; pero que sea derecho de ellos no implica que sea útil; ni implica que se reduce el desprestigio del Congreso de la República y se evita que la mayoría de ciudadanos desprecie a los diputados. Hasta puede aumentar ese desprestigio y ese desprecio.

No es el caso objetar que la interpelación demora el proceso de aprobación de leyes; pues sería conveniente demorar eternamente el peligroso proceso de aprobación de las peores leyes. Tampoco es el caso objetar que las interpelación tiene un elevado costo financiero; pues el proceso de aprobación de las peores leyes tiene un costo financiero todavía más elevado, al cual se agrega el daño que causan a la sociedad.

Algunos diputados argumentan que se ha perdido el sentido de interpelar a los ministros. ¿Cuál sentido? La Constitución Política no lo define. Parece imposible que pueda tenerlo, porque los diputados tendrían que ser como angelicales ciudadanos guardianes del bien de la patria. Y los ministros tendrían que ser como santos ciudadanos que, por obligación legal enriquecida por deber moral, ejercen con esplendor de eficiencia, eficacia, honradez y aptitud, la función ministerial.

Post scriptum. El diputado interpelante suele pertenecer a un partido político que no es el partido gobernante o uno de los partidos gobernantes; y puede tener la intención de suscitar la apariencia de que si ese partido gobernara, el Presidente de la República  designaría ministros que serían paradigmas de eficiencia, eficacia, honradez y aptitud. Empero, ¿quién creería que habría semejante designación?

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