
El Último Bastión Capítulo 15

Sinopsis:
En lo alto de la montaña, tras el fragor de la batalla, Guerrero experimenta un silencio tan denso como insoportable, un vacío que lo enfrenta consigo mismo y con la muerte que lo ronda como un viejo conocido. Entre la fatiga y el desvelo, su mente recorre los extremos de la existencia: el expediente frío que sería su vida si muriera, reducido a cifras y cheques, y la condena incierta de sobrevivir, con un futuro tatuado de cicatrices. En medio de esa tensión, irrumpe una voz, no la de sus camaradas ni la de un superior, sino la voz de Dios: un mandato divino que le ordena vivir, fundar una familia y dejar descendencia. La visión se despliega como promesa de cuatro hijos, cuarenta años de matrimonio y nietos que perpetuarán su memoria. Mientras el relevo militar ocupa la posición con recursos abundantes, Guerrero comprende que su sacrificio ha sido desproporcionado, pero también fecundo. Cenit deja de ser solo un puesto de combate y se convierte en símbolo: el crisol donde su misión cambia de horizonte, de la muerte hacia la vida.
El Peso de Cenit.
El silencio descendió sobre la montaña como un animal inmenso y transparente. No era simple ausencia de ruido: era una densidad viva, una sustancia invisible que se metía en la piel, en los pulmones, en la sangre, un hueco que dolía más que el estruendo de la metralla porque no traía la descarga brutal de la acción, sino una sombra interminable que se adhería al alma. Los hombres que quedaban lo sentían como si una membrana de vidrio envolviera la trinchera, a punto de quebrarse con el más mínimo suspiro. La montaña misma parecía contener la respiración; hasta los insectos habían callado.
El aire estaba impregnado todavía de pólvora, pero esa nota acre se mezclaba ahora con otra, húmeda y cruel: la de la tierra lavada en sangre. Guerrero lo percibía con nitidez. Olía a tierra recién abierta, a raíces rotas, a barro empapado en muerte. No había perfume más honesto que ese, porque decía lo que ningún parte oficial iba a escribir.
Se recostó contra el parapeto endurecido. No buscaba dormir, porque el sueño lo había abandonado como un perro hambriento que no vuelve. Solo quería escapar, aunque fuera un instante, del peso insoportable de la vigilia. Sus músculos eran ramas secas, quebradizas, y su mirada se aferraba a un horizonte que ya no reconocía. El cuerpo estaba exhausto, pero la mente seguía encendida, repitiendo un inventario sin fin: nombres, rostros, gritos, estampidos. El paladar le sabía a ceniza, y un sudor helado le corría por la espalda. Entonces, en ese filo incierto entre la lucidez y la caída, sintió que la muerte se sentaba a su lado, discreta, como un viejo conocido.
Levantó la vista hacia el cielo, un espectáculo imperecedero de belleza brutal. Millones de estrellas chisporroteaban sobre la línea de las cumbres, brillando con una pureza cruel, indiferente a la guerra. La Vía Láctea no era solo una franja de polvo estelar: era un río palpitante de almas que unía a los vivos y a los muertos. Le pareció un insulto y una revelación al mismo tiempo. ¿Cómo podía existir tal pureza de luz mientras, a unos metros más abajo, la tierra aún humeaba y sangraba? Su belleza era tan abrumadora que le produjo una punzada en el pecho, como si cada chispa en el firmamento le recordara la pequeñez de su trinchera. Y sin embargo, sintió que ese río lo atravesaba como una corriente eléctrica, transmitiéndole un saber antiguo que solo la fragua de la guerra podía abrir.
Pensó primero en lo obvio, en lo que cualquier soldado sin herederos conoce demasiado bien: si moría esa noche, su madre cobraría el seguro y la pensión. Sería un expediente con sellos, un sobre oficial abierto con manos temblorosas, un cheque depositado en ventanilla. Toda su juventud y su valor reducidos a una cifra. Se imaginó el rostro de su madre al recibir aquel papel frío, preguntándose si con eso podría comprar la risa de un hijo que ya no volvería. Y le dolió más que cualquier herida abierta: esa reducción de lo humano al trámite.
Pero si sobrevivía, ¿qué quedaba? No sería un triunfo, sino una condena: una vida prestada, un futuro tatuado de cicatrices. Las primeras arderían en la carne, las segundas lo perseguirían en sueños. ¿Qué hacer con esa existencia sobrante? ¿Repetir batallas hasta que otra bala lo reclamara? Por primera vez en años, sintió que el mayor desafío no era la emboscada ni el asedio, sino esa pregunta suspendida en la cima de su conciencia: ¿qué misión podría justificar el seguir respirando?
El silencio parecía responder. Y en él, Guerrero percibió la voz de Dios, profunda y majestuosa, que pocas veces se concede al hombre. No era Argueta ni Hugo, ni la orden seca de un superior en la radio. Era un mandato divino, una Gracia que venía de lo eterno, y lo atravesó como una espada de calma.
—Tu misión no termina aquí.
—Debes formar una familia.
La revelación cayó sobre él como un parte oficial, pero inscrito en el alma. No era un delirio del agotamiento ni una fantasía de consuelo: era una orden tan clara como “resistir el puesto a toda costa”. Y entonces aparecieron nombres que aún no existían, pero que brillaban como certezas: Lucía, Gabriel e Ignacio. Comprendió que no eran sus hijos, sino sus nietos, frutos de una descendencia que todavía no había comenzado. Los vio correr en un patio soleado, escuchó risas infantiles que parecían rescatar del polvo las voces de sus camaradas caídos, y en esas imágenes reconoció la promesa de un linaje que lo trascendería. Sintió, además, las manos cálidas de una esposa que aún no tenía en la guerra, pero que ya lo aguardaba con afán: su novia, la que lo esperaba en el pueblo con el corazón en vela y la esperanza obstinada de verlo volver. La visión no se detuvo allí: lo proyectó hacia el futuro, hacia cuatro hijos que crecerían entre la ternura y la disciplina, hacia un hogar edificado con paciencia y amor, hacia un matrimonio de cuarenta años, la campaña más larga y victoriosa de su vida. No eran ilusiones: eran semillas de futuro, promesas de vida que lo llamaban con más fuerza que cualquier clarín de combate.
El guerrero que había vivido entre pólvora y miedo entendió, por primera vez, que su destino era la vida. El crisol que le había arrancado todo lo superfluo ahora lo llenaba con la promesa de lo que aún no había vivido. Comprendió que fundar una familia sería una misión tan titánica como resistir en el puesto Cenit, pero fecunda y llena de vida. Era la antítesis de la guerra: un acto de creación frente a la destrucción.
La montaña pareció escucharlo. Un viento arrastró un murmullo que sonaba a voces, y Guerrero no supo si eran los caídos llamándolo o el monte mismo registrando la promesa. Todo parecía vivo: la tierra, las estrellas, el aire. La frontera entre lo real y lo invisible se volvió delgada, y por un momento sintió que caminaba junto a sus muertos, que cada sombra en la trinchera era también una presencia, un testigo. Argueta y Hugo estaban allí, no como espectros de derrota, sino como guardianes de un tránsito.
El amanecer trajo el relevo. Primero fueron los pasos: botas firmes, el crujido del cuero nuevo, el metal reluciente de fusiles recién aceitados. Luego, las voces: ciento veinte hombres desplegándose en oleadas, con municiones frescas, médicos en retaguardia, víveres abundantes. El contraste fue brutal. Donde treinta se habían consumido hasta la médula, ahora la compañía ocupaba la posición con holgura. Las trincheras calientes, aún húmedas de sangre y sudor, recibieron cuerpos vigorosos, desconocedores del desgaste que pesaba en cada piedra.
Guerrero observó en silencio. Sintió alivio: al fin su pelotón podría descansar. Sintió rabia: su sacrificio había sido un cheque pagado con sangre para comprar unas horas. Sintió resignación: esa era la aritmética de la guerra, donde unos mueren para que otros lleguen a tiempo. El puesto Cenit, comprendió, no había sido solo un punto en el mapa, sino un cálculo equivocado, un peso desproporcionado que había caído sobre hombros jóvenes. Esa carga era ahora un símbolo: el peso de la montaña, el peso de la injusticia y el peso del deber cumplido.
La llegada de los recién llegados no significaba el fin de la guerra, pero sí el cierre de su prueba personal. Guerrero sabía ahora que su dilema tenía respuesta. Si moría, su deber estaría cumplido y su madre no quedaría desamparada. Si sobrevivía, la orden era clara: fundar una familia, levantar vida donde solo había cenizas.
Cuando el pelotón inició el descenso hacia la retaguardia, Guerrero sintió un peso extraño en los bolsillos. Metió la mano, pero no halló nada tangible. Y, sin embargo, allí estaba. No eran piedras. Eran las almas de los caídos, las promesas no cumplidas, las miradas de quienes habían quedado en la montaña. Ese sería su equipaje invisible por el resto de su vida: un recordatorio perpetuo de la deuda con los muertos y con la tierra que los guardaba.
Se detuvo un instante y ajustó el correaje, palpó el casco, como si confirmara que aún estaba en el mundo de los vivos. Luego alzó la vista. El cielo estrellado lo observaba de regreso, como un espejo sin tiempo. Ya no lo veía como burla, sino como pacto. Entendía ahora que la guerra seguiría con o sin él, que otros nombres serían inscritos en listas y partes diarios, pero su historia había cambiado de rumbo.
Mientras la compañía fresca se desplegaba con precisión en el puesto, y su pelotón se retiraba como sombras desgastadas, Guerrero inclinó la cabeza y susurró en voz baja, sin que nadie lo oyera, con la firmeza de quien ha recibido una orden definitiva:
—Cenit fue una batalla. Mi vida será otra.
El viento llevó sus palabras hacia la cima, y el eco se confundió con el murmullo de los árboles. La montaña las guardó como guarda la pólvora, la sangre y los huesos: en silencio, pero para siempre. Y así, mientras el día nacía, Guerrero comprendió que el verdadero relevo no estaba solo en la compañía que tomaba el puesto, sino en la misión que el cielo le había entregado en aquella noche estrellada.
Nota del autor
Este capítulo representa el punto de quiebre espiritual de Guerrero y, en muchos sentidos, de toda la novela. La guerra ha sido hasta aquí el crisol donde se forjan las cicatrices del cuerpo y del alma, pero en El Peso de Cenit se revela la verdadera misión: no resistir hasta el último hombre, sino fundar un futuro donde la vida prevalezca sobre la destrucción. La voz de Dios, inscrita como un mandato íntimo, no es consuelo sino orden. El contraste entre el sacrificio de treinta hombres y la llegada de una compañía fresca subraya la injusticia de la guerra, pero también abre espacio a una esperanza que trasciende el campo de batalla. Este capítulo es, por tanto, el inicio de una transición: de soldado a esposo, de comandante a padre, de guerrero a portador de un legado. Cenit no termina con la muerte: en su peso está también la semilla de la vida.
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