
El Último Bastión Capítulo 5

El Trueno del Combate: La Voz del Fuego en el Crisol
Sinopsis.
En el Puesto Cenit, el pelotón libra su primer gran enfrentamiento contra un enemigo superior en número. El obús M1A1 de 75 mm, más que un arma, se convierte en un símbolo de resistencia y en la voz con la que los hombres dialogan con la Montaña, que parece responder a cada disparo. Bajo el mando del sargento Hugo, cada proyectil es un ritual que entrelaza táctica, fe y un vínculo espiritual con la tierra, en una batalla donde el acero y la voluntad se funden en un solo latido.
El Trueno del Combate.

En el vientre vivo de la Montaña, donde cada piedra guardaba la memoria mineral de batallas antiguas y cada sombra parecía alargarse para señalar presagios, el Puesto Cenit se aferraba a la ladera como un organismo que no cede ni un milímetro. No era un simple emplazamiento militar: era una costra endurecida en la piel del mundo, un recordatorio pétreo de que sobrevivir no es un derecho, sino un pacto frágil con fuerzas más antiguas que la guerra misma. Trincheras a medio excavar, nidos de ametralladoras moldeados con manos febriles, y sacos de tierra oscura, inflados como pulmones que respiran pólvora, formaban un mosaico áspero de resistencia, un tapiz tejido con sudor, hambre y una obstinación que no se rompía.
El viento, flautista invisible, recorría las posiciones con un silbido agudo que se colaba entre los sacos y los rostros tiznados. Arrastraba consigo el aroma de la tierra húmeda, el hierro de la pólvora, la sal del sudor y, para quienes creían, algo más: un susurro grave y seco que parecía pronunciar órdenes antiguas. Algunos lo atribuían al eco extraño de la quebrada. Otros, en voz baja, decían que era el sargento Argueta, el fantasma de la montaña, cuidando a sus hombres desde un tiempo sin tiempo.
Los paracaidistas, con la piel endurecida por la intemperie y las manos encallecidas, miraban al obús M1A1 de 75 mm como se mira a un animal sagrado. Aquella máquina había viajado con ellos desde el cielo abierto, colgado del vientre metálico de un Douglas C-47, luego al lomo paciente de las mulas, y finalmente había sido ensamblado pieza a pieza, con el cuidado con que se reconstruye un altar. Ahora estaba allí, encajado en un nido de piedra, listo para rugir. No era solo acero: era el puño con el que podían golpear al horizonte y la voz con la que podían hablarle a la Montaña.
El sargento Hugo, que días atrás era un hombre callado y más atento a aprender que a mandar, se inclinaba sobre un mapa ajado junto al observador adelantado. La humedad había convertido el papel en una piel gastada, marcada con símbolos que eran al mismo tiempo promesas y advertencias. Cada trazo representaba un pacto silencioso con la Montaña, como si al marcar un objetivo estuvieran grabando un juramento sobre la roca misma. Por un instante, mientras pasaba el dedo por la línea del barranco, Hugo recordó la noche del salto: la oscuridad infinita, el viento cortante, el peso de su equipo y la sensación de que su vida pendía de un hilo invisible. Ahora, ese hilo lo ataba a esta tierra, y sentía que, si lo cortaba, no caería al vacío, sino al olvido.
El murmullo lejano de disparos y el retumbar apagado de la artillería lo devolvieron al presente. Enderezó la espalda, clavó la mirada en el mapa y, con un tono grave que mezclaba certeza y urgencia, señaló un punto oculto tras una mole de roca que parecía desafiar la gravedad.
—Necesitamos silenciar ese nido de ametralladoras en la cota 845 —gruñó, señalando un punto oculto tras una mole de roca que parecía desobedecer la gravedad—. Están fijando a la tercera escuadra.
El obús, con su arco curvo, no era solo un cañón: era la garganta profunda de la Montaña. Y sus proyectiles, cuando volaban, se transformaban en piedras sagradas, lanzadas por un gigante invisible contra quienes osaban desafiarla. Hugo lo sabía. Guerrero también.
—¡Ajuste de elevación para la 845! —ordenó el sargento, con una voz que ya no era de aprendiz, sino de quien ha aprendido a imponer certezas en medio del caos.
Las manivelas giraron despacio, como si afinaban un instrumento que debía tocar la nota exacta en un concierto letal. El tubo se alzó lentamente, como un rostro que levanta la vista para rezar.
—¡Granada Alto Explosivo! ¡Carga uno! —la orden de Hugo, breve y seca, tenía el peso de una invocación.
El primer disparo fue un trueno que estalló en la garganta de la Montaña. El proyectil voló invisible, pero todos sintieron su paso, como si una corriente eléctrica les recorriera la espina dorsal. La tierra, allá en la cota 845, respondió con un rugido grave que subió por el suelo y se alojó en sus pechos. El estallido detrás de la roca enemiga fue un latido de fuego que resonó más allá del oído: lo sintieron en los dientes, en el estómago, en la memoria.
—¡Fuego cortó! ¡Están saliendo de las rocas! —reportó el observador, la voz tensa, como cuerda de arco.
Hugo asintió. La artillería no siempre mata: a veces expulsa al enemigo de su escondite, lo desnuda en campo abierto. Y cuando eso ocurre, la Montaña se encarga de guiarlo hacia la mira de otro fusil.
Horas después, el enemigo volvió a intentarlo. Esta vez, por un barranco que los mapas marcaban como “imposible”. Guerrero, que recorría la línea como un pastor sin rebaño fijo, sintió un cambio en el viento. Entre el silbido, creyó escuchar un murmullo: Por ahí vienen. No estaba seguro si lo había dicho un soldado o si la voz había salido de las piedras mismas. No preguntó. En el Puesto Cenit, había preguntas que no necesitaban respuesta.
—¡Contacto! ¡Flanco en el barranco principal! —avisó la radio, quebrando el silencio.
Guerrero miró a Hugo, y en ese instante breve pero eterno, se vio el peso invisible del mando: sabía que cada decisión era un ladrillo más en la muralla que separaba la vida de la aniquilación.
—Conténlos —ordenó, con voz de roca.
—¡Fuego de barrera en el barranco! ¡Rápido y abierto! —respondió Hugo.
Los proyectiles cayeron en serie, no como simples piezas de metal, sino como un alud convocado por palabra sagrada. El eco trepó por las paredes y, en un instante imposible, una nube espesa descendió justo sobre el avance enemigo. Nadie preguntó por qué.
La amenaza más grave llegó al atardecer. El observador adelantado, tenso como una cuerda de violín, susurró:
—¡Enemigo por el camino del río!
Hugo, con las manos firmes, sintió un leve temblor bajo sus botas, como si la Montaña contuviera el aliento.
—¡Granada Alto Explosivo! —dijo, y fue como si invocara a los dioses de la guerra—. ¡Fuego!
El primer proyectil pasó zumbando sobre sus cabezas; el segundo golpeó con una precisión que parecía imposible. El barranco devolvió un eco triple, como si alguien —o algo— hubiera contado las bajas.
Cuando la noche cerró su manto, el trueno cesó, pero no el pulso del combate. La tripulación desmontó parcialmente el cañón, arrastrándolo a otra posición, ocultándolo bajo la sombra protectora de la roca. Era un ritual agotador, pero era la única manera de seguir respirando.
El obús, en las manos de Hugo y sus hombres, respiraba como un animal cansado pero alerta. Sabían que al amanecer volvería a rugir, y que la Montaña escucharía y respondería. Esa noche, el viento recorrió las trincheras, y algunos aseguraron sentir una palmada en el hombro, firme y breve, como las que Argueta solía dar antes de una emboscada. Nadie habló de ello, pero todos lo recordaron.
Los ecos de la batalla flotaban en el aire como brasas invisibles. Cada disparo había sido una palabra en un idioma antiguo que solo la Montaña entendía. Y esa noche, el trueno del combate quedó suspendido como un juramento. La Montaña lo escuchó. Y lo guardó.
Nota del Autor.
En este capítulo quise unir la precisión del realismo militar con la atmósfera del realismo mágico, haciendo de la Montaña un personaje vivo y del obús M1A1 un símbolo de la voluntad humana. El combate no se presenta solo como un acto bélico, sino como un diálogo íntimo entre hombres y territorio, donde la estrategia y la fe se entrelazan. La evolución del sargento Hugo refleja cómo, en medio del fragor y la soledad del mando, cada decisión es un juramento silencioso, y cada disparo, una afirmación de que resistir es tan espiritual como físico.
Le puede interesar:
Descubre más desde El Siglo
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.