
Las trampas del progresismo y la necesidad de una ciudadanía crítica
Zoon Politikón
En el debate político contemporáneo, el progresismo se presenta como una fuerza dinámica que busca transformar la sociedad a través de reformas sociales y económicas. Sin embargo, desde una perspectiva más pragmatica, deben considerarse los desaciertos de esta doctrina, especialmente en lo que respecta a la libertad individual y la intervención estatal.
Esta ideología o movimiento político conocido como Progresismo ha logrado captar la atención de vastos sectores de la sociedad, particularmente entre las clases más bajas y las minorías, ofreciendo un discurso centrado en la igualdad y la justicia social. Sin embargo, al hacer un análisis más profundo observamos que, lejos de solucionar los problemas que dice abordar, esta corriente ha generado efectos negativos que perpetúan la dependencia del Estado, causando con ello la fragmentación del tejido social y obstaculizando el verdadero progreso económico. Por ello la ciudadanía, independientemente de su estrato social o grupo de pertenencia, debe ser crítica ante estas políticas y debe entender las trampas que encierran.
Uno de los principales problemas del progresismo radica en su insistencia en la igualdad de resultados. Si bien la igualdad de oportunidades es un objetivo deseable, intentar forzar una igualdad de resultados, como lo hacen muchas de las políticas progresistas, es un error que desincentiva el esfuerzo y la innovación. En lugar de valorar el mérito y la capacidad individual, se tiende a nivelar a todos hacia abajo, premiando la pasividad y castigando el trabajo arduo. Esta dinámica no solo afecta a los sectores más productivos de la sociedad, sino que también priva a las clases más bajas de la oportunidad de superarse mediante su propio esfuerzo.
El énfasis en la redistribución de recursos, otra característica común de las políticas progresistas ha demostrado ser insostenible en el tiempo. Si bien puede aliviar temporalmente los síntomas de la pobreza, no ataca sus causas reales. El resultado es una creciente dependencia de los programas asistenciales que, lejos de empoderar a los ciudadanos, los mantiene atrapados en un ciclo de vulnerabilidad. La dependencia del Estado como solución a los problemas económicos y sociales no genera prosperidad ni autonomía; por el contrario, limita las oportunidades de crecimiento personal y comunitario.
A esta fórmula fallida se suma el discurso de victimización que caracteriza muchas de las políticas progresistas. En lugar de presentar a los individuos como agentes de cambio capaces de superar sus circunstancias, este enfoque los encasilla como víctimas perpetuas de un sistema que, supuestamente, siempre estará en su contra. Esto no solo atenúa la autoestima y el sentido de responsabilidad personal, sino que también refuerza la idea de que solo a través del Estado se puede lograr alguna forma de justicia. Las políticas que perpetúan esta narrativa no promueven la movilidad social ni el empoderamiento, sino una mentalidad de dependencia que termina siendo contraproducente.
Por otro lado, las políticas identitarias, que buscan amplificar las diferencias raciales, de género o de clase, han contribuido a la fragmentación del tejido social. En lugar de promover la unidad y la cohesión entre los ciudadanos, estas políticas acentúan las divisiones y crean una sensación constante de conflicto entre diferentes grupos.
La experiencia ha demostrado que las sociedades que realmente han logrado reducir la pobreza y mejorar las condiciones de vida lo han hecho a través del crecimiento económico y la creación de oportunidades. Las políticas redistributivas no generan crecimiento, sino que lo frenan al desincentivar la inversión y la creación de empleo. Para que la población más pobre y las minorías puedan prosperar, necesitan acceso a oportunidades reales en el mercado laboral, no subsidios que los mantengan en una situación de dependencia permanente. Solo el crecimiento económico, impulsado por la iniciativa empresarial y la libertad de mercado, puede generar los empleos y las oportunidades necesarias para que las personas salgan de la pobreza de manera sostenible.
Ante esta realidad, una ciudadanía crítica debe ser capaz de identificar las falacias que subyacen a las promesas del progresismo. Se deben cuestionar las soluciones simplistas que ofrecen beneficios inmediatos pero que no generan un cambio estructural. En lugar de confiar ciegamente en las promesas políticas, los ciudadanos deben exigir propuestas que promuevan el esfuerzo individual, la educación basada en el mérito y la creación de condiciones para el emprendimiento. La verdadera justicia social no se logra igualando a todos hacia abajo, sino ofreciendo las herramientas para que cada individuo pueda desarrollar su máximo potencial.
Además, las dificultades son una realidad para muchos sectores de la sociedad, pero el progreso solo se alcanza cuando las personas se ven a sí mismas como responsables de su propio destino. La resiliencia y el esfuerzo son claves para la movilidad social, y es deber del Estado proporcionar un entorno que fomente estas virtudes, en lugar de perpetuar la dependencia y la pasividad.
Así que, es necesario un cambio de enfoque en el debate público. En lugar de dividir a la sociedad en grupos en conflicto, debemos centrarnos en lo que une a los ciudadanos: el deseo de prosperar, de vivir en una sociedad justa y de tener la libertad de alcanzar sus metas. La política identitaria que exacerba las diferencias no contribuye a una sociedad más inclusiva ni equitativa. Por el contrario, alimenta el resentimiento y la desconfianza. Por lo que, la cohesión social solo puede lograrse si reconocemos que, pese a nuestras diferencias, compartimos objetivos comunes y estamos dispuestos a trabajar juntos para alcanzarlos.
En conclusión, las promesas del progresismo han demostrado ser ilusorias. La igualdad de resultados no es una meta realista ni deseable, y la dependencia del Estado perpetúa el estancamiento en lugar de generar progreso. La verdadera justicia social se logra promoviendo la responsabilidad individual, el mérito y el crecimiento económico. Es momento de que la ciudadanía, sin importar su estrato social, económico o grupo de pertenencia, adopte una postura crítica frente a las políticas que perpetúan la dependencia y el divisionismo.

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