
El Último Bastión Capítulo 10
El Día Más Largo
Sinopsis
En la densa niebla de la mañana del tercer día, la fatiga y el asedio han convertido a los hombres del Puesto Cenit en fantasmas que luchan contra un enemigo invisible. La lluvia se ha vuelto una constante, y el tiempo, una condena. Cuando un grupo enemigo rompe las líneas por el flanco débil, el sargento Hugo, el faro de calma y disciplina, comete el último acto de su oficio: se sacrifica para proteger a un joven soldado y detonar una mina que cierra el paso al enemigo, cumpliendo la misión del puesto y garantizando la supervivencia de los demás. El capítulo narra el momento de su caída, una victoria que se siente como derrota, y el eco de su sacrificio en la conciencia de los hombres, quienes, por primera vez, se ven a sí mismos no como soldados, sino como los últimos guardianes de un bastión, honrando una promesa hecha con sangre y barro.

El Día Más Largo
La montaña amaneció con un silencio que no era suyo. No corría el viento por las laderas, no cantaban los pájaros y ni siquiera el rumor de los insectos se atrevía a cortar esa quietud. Todo parecía suspendido en un aliento contenido, como si el coloso de piedra supiera lo que estaba por venir y aguardara, inmóvil, para presenciarlo.
El horizonte se tiñó de un rojo turbio, un presagio que se arrastraba entre las crestas como un hilo de sangre líquida, colándose por las grietas del amanecer. Fue entonces cuando el primer trueno se incrustó en la roca: un mortero enemigo, pesado y decidido, que arrancó trozos de montaña como quien arranca páginas de un libro sagrado. El eco bajó por los barrancos, rebotó en los muros invisibles de la neblina y volvió hacia ellos con la furia de mil martillos.
El M1A1, el “Pack Howitzer”, respondió con una voz grave, no de máquina, sino de animal herido que se niega a ceder su territorio. Cada disparo era un latido profundo que se sentía en el pecho y recorría las costillas hasta la base de la nuca. El olor a pólvora y tierra recién abierta se mezclaba con algo más antiguo: el aroma mineral de la piedra que no había visto la luz en siglos, arrancada a la fuerza de su sueño subterráneo.
El Sargento Hugo recorría la línea con pasos medidos, con esa calma extraña que solo tienen los hombres que han visto demasiadas veces el rostro de la muerte y han aprendido a mirarla sin bajar la vista. Su voz no subía, sino que se proyectaba como un hilo de acero que cosía la moral de los hombres:
—Ajusten el tiro. No es el cañón el que mata… es el ojo que lo guía-, dijo.
La primera oleada enemiga avanzó entre la neblina, sombras quebradas que parecían multiplicarse y disolverse a cada ráfaga. El tiempo dejó de tener relojes. Un segundo podía estirarse como un día entero cuando las balas trazadoras cortaban el aire, dibujando líneas incandescentes que se hundían en la tierra como raíces de fuego.
Un paracaidista cayó, la pierna desgarrada por metralla. Hugo se inclinó, lo arrastró hasta la trinchera más cercana y gritó por un médico, pero no con desesperación, sino con la precisión de quien sabe que en combate el pánico es un lujo que mata.
El tiempo transcurría. A mediodía, el aire ya no era aire, era un caldo espeso de humo, sudor, barro y pólvora. Los hombres masticaban tierra sin quererlo y bebían agua tibia con sabor a óxido. Y, aun así, nadie cedía un metro. La montaña, que todo lo veía, parecía susurrarles con cada ráfaga de viento que aún no era hora de morir.
La noche descendió como un telón de sombra sin estrellas. Con ella, la montaña cambió de voz: ya no rugía, sino que murmuraba en un idioma que solo los insomnes podían entender. Las bengalas subían de vez en cuando, dibujando cielos breves que mostraban un campo fantasma: cráteres llenos de agua, troncos partidos como huesos, charcos oscuros donde la luna se fragmentaba en mil pedazos.
En esos destellos fugaces, las siluetas se movían: algunas eran hombres, otras solo caprichos de la niebla. La fatiga empezaba a nublar el juicio. Un joven soldado, con los ojos abiertos más de lo natural, se acercó al protagonista y confesó como si fuera un pecado:
—No me da miedo morir… me da miedo dormirme y no escuchar cuando vengan.
El zumbido en las sienes era constante. Algunos combatientes creaban pequeños rituales para engañar al sueño: tocar el amuleto en el cuello antes de disparar, tararear un canto infantil para mantener la mente despierta.
El enemigo se movía como agua filtrándose por las grietas. Pasos leves en la hierba mojada, un roce breve contra la alambrada… hasta que el silencio se rompía con un disparo seco. El protagonista disparó a una sombra y escuchó un grito apagado; no supo si había matado a un hombre o a una ilusión.
En la trinchera del Comandante Guerrero, los caídos del día eran llevados sin ceremonia. Uno quedó cubierto con una manta, apartado de la vista. Guerrero no lo hacía por falta de respeto, sino para que los vivos no cargaran con más fantasmas de los necesarios. La montaña, testigo inmóvil, parecía inclinar su sombra en señal de respeto.
El segundo día amaneció con un sol que no bendecía. Era un sol seco, sin misericordia, que se filtraba entre la neblina como una daga de cobre. La humedad de la noche se evaporaba en vapor caliente y las rocas exhalaban un aliento áspero que se pegaba a la piel. El aire olía a metal viejo y sangre seca.
Las manos de los hombres se habían endurecido como garras. Los músculos ardían con cada movimiento. Algunos ya no sentían dolor en los hombros al disparar; el cuerpo había aceptado la violencia como estado natural.
El Sargento Hugo se movía como un pastor entre ovejas heridas. No alzaba la voz; se detenía en cada posición, revisaba cargadores, tocaba un hombro, dejaba una orden breve. En sus ojos había una chispa de furia fría, como si supiera que este día sería más cruel que el anterior.
El enemigo, astuto, había encontrado rutas nuevas. Los disparos resonaban con ecos que engañaban el oído, como si vinieran de todas partes. El calor fue implacable. El agua se convirtió en un ritual desesperado: un sorbo, un pase por los labios y luego guardarla como oro líquido.
Por la tarde, el enemigo lanzó un ataque frontal. El M1A1 rugió y cada disparo sacudió la montaña como un animal salvaje. Las balas trazadoras dejaron cicatrices de luz en la neblina y las explosiones levantaron columnas de polvo que parecían espíritus ascendiendo hacia un cielo indiferente.
La segunda noche llegó como una trampa invisible. El cansancio era tan profundo que algunos se movían como sonámbulos, sin recordar después si habían disparado o solo soñado que lo hacían. La oscuridad era absoluta.
Un soldado confundió la sombra de la alambrada con un enemigo y disparó. El eco del error flotó en el aire, más frío que la noche misma. El protagonista empezó a escuchar cosas que no estaban allí: la voz de su madre llamándolo desde más allá del barranco, el sonido de pasos sobre roca seca en un terreno que estaba cubierto de barro.
En medio de esa penumbra, el enemigo intentó la infiltración más audaz hasta el momento. El combate cuerpo a cuerpo estalló en varios puntos. El Sargento Hugo, al ver a un joven soldado expuesto, lo empujó contra la trinchera y tomó su lugar. Disparó con precisión quirúrgica hasta derribar al atacante. El muchacho le susurró un “gracias” que Hugo no respondió; siguió caminando como si salvar vidas fuera parte de su rutina.
Cuando llegó el amanecer, la línea había resistido, pero con cuatro heridos graves y una certeza: el tercer día sería el verdadero juicio.
El tercer día inició con un rugido en las entrañas de la montaña. Las nubes bajas la cubrían como vendas y la luz apenas se filtraba en tonos de plomo. No era un día como los otros: la tierra vibraba distinto, como si presintiera la última embestida.
Cuando, por fin, el tercer amanecer despertó la piel de la montaña, lo hizo con un resplandor duro. El verde amaneció bruñido y el aire, extrañamente limpio, dejó sonar todos los metales. Los hombres del Puesto Cenit respiraron como si las costillas fueran una jaula a la que se le quitara el candado por un segundo. Nadie dijo que sería el día; lo supieron porque la luz tenía un peso de testigo. El enemigo subió sin el pudor de los días anteriores. No adelantó sombras para medir ángulos; subió con cuerpos. Los vieron en dos líneas: los de la primera con rostros pintados y piernas elásticas; los de atrás, con mochilas como piedras. Traían su propio viento, y el bosque se les abrió en una lengua de barro. Guerrero dejó que se acercaran lo que exige la razón, pero no lo que pide el impulso. A la señal —un giro de muñeca, la madera de la muñeca espigada por un surco antiguo—, los fusiles escogidos hablaron primero. La montaña, que llevaba dos días rumiando su cólera, dejó caer un alud menor desde el borde donde el alambre de púas había aprendido a cantar. Por un instante, la mañana se volvió tarde.
El Sargento Hugo estaba junto al M1A1 desde antes del alba, revisando la pieza como un sacerdote ante el altar.
—Hoy no dejamos que crucen… hoy no — dijo, con una voz que parecía juramento.
El ataque enemigo comenzó a caer con precisión matemática. Cada explosión arrancaba trozos de roca y llenaba el aire de fragmentos. La marea oscura del enemigo descendió por la ladera. El M1A1 abrió fuego y cada proyectil fue un latido furioso.
Pero la defensa del tercer día fue una labor de carpintería feroz. Cada clavo ya clavado estaba donde debía; cada bisagra giró en el ángulo justo. Las cuevas parieron sombras con fusil; el barro se hizo trinchera y costra; el aire, serrín caliente de pólvora. El M1A1, el Pack Howitzer, rugía con una voz vieja y confiable, como si cada proyectil fuera un argumento que la montaña traducía al idioma de la roca. Hugo corría entre fosos con ese trote corto de los que conocen el camino y no quieren gastarlo más de lo necesario. Reía sin dientes cuando un muchacho —Facundo, el que temblaba de noche— atinó el primer disparo que no era de azar. «Eso, carajo», dijo sin gritar, porque sabía que la alegría, allí, espanta a la suerte. Y en seguida, serio, le acomodó el codo: “Respira aquí, no en el gatillo”. El sudor les corría frío por la espalda aun sin sol, porque el miedo, cuando aprende a nadar, no se ahoga en lluvia. El aceite del M1A1 olía a cocina vieja, a lámpara cansada: la recámara daba un suspiro metálico tras cada disparo, y de la boca del obús salía una voz ronca, cada vez más ronca, como la de un guardián que ha gritado por demasiadas horas. Los casquillos humeaban y soltaba cada uno una historia breve de calor: alguno dibujó una elipse luminosa antes de morir en la charca, y Facundo dijo “estrella” y sonrió como niño, solo un segundo.
A media mañana, el enemigo habló en el idioma de su confianza: el mortero. La primera granada, valiente y torpe, cayó al borde de la cueva de comunicaciones y arrancó de tajo las orejas del aire. La segunda hizo temblar el piso como un caballo encabritado. Dos hombres quedaron con lo suficiente de vida para pedir otras vidas. Hugo, con las cejas blanqueadas por el polvo de piedra, repartió su único lujo: la calma. El tercer mortero venía hacia la apertura de los túneles; Guerrero lo leyó en el arco del sonido, en la sombra que viaja antes que el hierro. “Cierra boca alta, abre la falsa”, ordenó, y la orden pasó por la línea como un relámpago que supiera andar por dentro de los huesos. «Ahora», dijo Guerrero, y Hugo entendió que él ahora era un siempre reducido.
La munición empezó a escasear antes del mediodía. Hugo reunió a tres hombres y encabezó la peligrosa recuperación de las últimas cajas desde una posición adelantada. Bajo fuego cruzado, logró traerlas de vuelta. Pero al llegar, un grupo enemigo rompió la línea por un costado, alcanzando el borde del embudo, justo donde el alambre dejaba una boca falsa. En las manos traían granadas con la seguridad mal puesta por la prisa.
El muchacho del Cenit —el más chico, el que aún guardaba en el bolsillo un botón de la camisa de su madre— se resbaló en el barro y quedó expuesto, panza arriba, bajo una geometría de fuego que todavía no era fuego.
Hugo arrojó la caja de municiones al pie del obús y, sin consultar con la prudencia, saltó: un parpadeo de tierra. Cruzó el pasillo de balas como quien se atreve a cruzar un patio donde un perro feroz duerme: sin ruido, sin aire. Con la izquierda, empujó al chico hacia el foso como se empuja a un hijo hacia la puerta que se cierra, con esa violencia suave que sólo tienen los que no van a explicarse.
Con la derecha, descargó su rifle hasta el último cartucho para frenar a los atacantes. Una ráfaga lo alcanzó en el costado, pero siguió avanzando, abriéndose paso entre el humo y el lodo. Cuando las balas se agotaron, sacó su pistola y continuó, manteniéndose entre sus hombres y el fuego enemigo.
Buscó entonces el cable del detonador secundario, el que habían dejado para después, para la eventualidad que siempre parece improbable hasta el instante en que se hace inevitable. El cable no estaba donde debía, sino medio palmo más allá, escondido bajo el charco en que el cielo se miraba con ojos rotos. Hugo lo pescó con dos dedos, lo sintió vivo y tiró.
La explosión le subió por el brazo como una plegaria que, por fin, se oye desde el cielo. El primer anillo de atacantes se deshizo en un remolino de barro y carne, y el segundo, por fin, entendió la lección del terreno. Hubo un repliegue breve, una respiración contenida, y después el infierno chico que suele venir cuando se descubre que un dique tiene alma.
Uno de los jóvenes juró haber visto cómo, en el instante en que Hugo cayó de rodillas, la neblina se abrió y un haz de luz lo bañó por completo. El cuerpo del sargento, que había hecho su tarea hasta el extremo, quedó tendido como se tienden las tablas de un puente: puesto entre dos orillas para que otros pasen. Hugo sonrió, breve, antes de desplomarse.
El muchacho del botón, al mirar, quiso decir algo que fuera digno. No le salió más que un «mi sargento», que fue, sin saberlo, la oración más perfecta de ese día.
El cielo, entretanto, se negó a despejar. La lluvia apretó su puño de dedos finos. Ninguna hélice se aventuró a tentar la altura de las crestas. “Aguanten”, dijo Guerrero, y en esa sílaba se podía cortar pan. Guerrero se arrodilló junto al cuerpo sin que nadie lo notara. La guerra, que suele tomar tiempo para todo menos para lo importante, le regaló un minuto. El sargento aún tenía los párpados sucios de tierra, y los ojos, limpiados por las lágrimas que el polvo no alcanzó a beber, miraban —ya sin mirar— hacia el árbol quemado de las marcas. Guerrero, que no era de palabras, dijo pocas, en voz que no se confunde con la del mando: «Llegaste, hermano». Luego puso la mano en el pecho, allí donde el corazón había sido martillo tantas veces, y sintió todavía —o creyó sentir— un golpe. Fue entonces cuando Argueta apareció, no como orden ni como viento, sino como un silencio que, al ponerse encima de los hombres, los igualó. «Sigan», dijo el silencio, y todos obedecieron. El combate siguió con esa terquedad de río que insiste, aunque le planten diques de madera.
La tarde del tercer día fue larga de verdad, como si la montaña hubiera decidido prolongar el hilo del sol para darles una hora más de mundo. El enemigo, obstinado, cambió de idioma: probó el flanco débil que el Cenit ya no tenía. Cada vez que una sombra se elevaba, un muchacho propio bajaba el pulso, metía el aire hasta los riñones y dejaba salir el disparo limpio. No mataban por matar; mataban para sostener el mapa. Cuando un mortero cayó dentro de la línea y abrió una boca nueva en el barro, Guerrero supo que ahí cabía la duda. No la dejó entrar. Ordenó el último movimiento preparado: una corredera de piedras atada por malla se soltó al filo, y la garganta misma de la montaña dijo “hasta aquí”. En cada decisión suya había un oficio de carpintero y un oído de organista: colocar, ajustar, afinar; dejar que la pieza —el obús, el flanco, la moral— sonara como debe.
La noche del tercer día llegó con un frío profundo, como si viniera del corazón de la piedra. El combate era ya esporádico. El cuerpo de Hugo yacía junto a una roca, cubierto con su chaqueta. Guerrero, fiel a su costumbre, lo mantuvo fuera de la vista del resto.
El enemigo intentó una última incursión. Los defensores respondieron con lo que quedaba: ráfagas cortas, granadas contadas, cuchillos y bayonetas.
La noche continuó como comienzan las vigilias: sin hora exacta. El combate se volvió sordo, casi de susurros, con ráfagas breves que no buscaban matar sino impedir el sueño. “Relevo”, dijo Guerrero en la penumbra, y dos hombres se movieron como si fueran sombras con mochila. Había que cuidar a los heridos, a los recién heridos y a los heridos de días previos que todavía respiraban con indecisión. La niebla, compasiva o cruel, se posó sobre ellos como un pañuelo. A veces les cubría el rostro y parecía, de veras, que la montaña intentaba ocultarlos a la muerte. “Resiste, hermano”, decía alguno mientras ajustaba un vendaje mojado. El olor a sangre tibia y a tela húmeda llenó el refugio hasta volverlo otra cosa: un cuarto de casa que temblaba, un altar sin velas.
Guerrero escribió un parte con la letra firme de los que saben que la claridad importa o porque ya no queda otra dignidad que la precisión. Enumeró el número imposible de embates, la cifra incierta de enemigos, el gasto exiguo de balas. Añadió, a renglón seguido, una sola frase con nombre propio: «Sargento Hugo: cayó ejecutando la maniobra que salvó la posición y a sus hombres». No puso adjetivos porque los adjetivos le hubieran quedado cortos por muy grandes que fueran. Selló el papel con el peso del tintero vacío y lo guardó bajo la tabla donde —lo sabía— las hormigas tienen su carretera. En el Cenit, lo que se escribe no es para leerlo: es para que algo del mundo quede obligado a recordarlo.
Afuera, el cielo había recobrado —por una vez— su oficio de techo. Las estrellas, desordenadas como la madera de una tarima vieja, parpadeaban sin agenda. El frío, que a esa altura entra con la naturalidad de un pariente sin malicia, heló las armas y, con ellas, las preguntas. Los hombres tomaron el café aguado y malo como quien toma una medicina que cura a destiempo. Nadie habló de marcha fúnebre. Uno de los más viejos, el que sabía entonar un himno sin que fuera himno, dejó escapar una melodía sin palabras. La noche la aprendió rápido y la devolvió en eco bajo, como agua que no quiere irse aún. Argueta, el guardián sin cuerpo, se sentó junto a la puerta —si a aquel hueco de lona podía llamársele puerta— y los miró con esa forma de mirar que tienen los que han dejado de necesitar los ojos. Estuvo allí como se está en casa, sin pedir permiso. No dijo nada, o dijo todo, que viene a ser lo mismo cuando los vivos entienden. La montaña, atenta, cambió por un momento su respiración: dejó de ser el fuelle de las fraguas y fue la cuna de un niño que no se despierta con cualquier ruido. Dos luciérnagas, antes señales y códigos, se posaron sobre el casco abollado y dibujaron, con su luz pobre, una aureola pequeña que nadie se atrevió a comentar. “Presente”, dijo Facundo en voz tan baja que ni él se oyó. Y la palabra, aun así, pesó lo suficiente para no volarse con el viento.
El amanecer, por fin, llegó como una absolución pequeñita: luz lavada, filo de sombra deshilachándose, olor a hojas mordidas por el rocío. El mundo allá abajo, detrás del desfiladero y de los hombros de piedra, se acomodó en su sitio con un suspiro. Nadie celebró; nadie lloró en voz. El Puesto Cenit, que era punto y era sentencia, había hecho lo que tenía que hacer. Los de la retaguardia —los de la unidad de relevo, los que en algún momento tomaría su turno— quizá no sabrían los nombres, ni los apellidos, tal vez ni siquiera las caras. Pero algo de cada uno de esos hombres —los enteros, los heridos, el que ahora pesaba como pesan los puentes que llevan a otros— viajaba ya, ligero, por la cadena invisible de los propósitos.
El día cuarto comenzó como empiezan los días que no figuran en los calendarios: con un cansancio nuevo y una determinación que no tiene nombre. El clima seguía cerrado, testarudo; pero había en el aire una fisura, un rumor de claridad distante que no se atrevía todavía. “Nos deben un amanecer limpio”, dijo Guerrero, sin mirar a nadie.
Y el trabajo siguió con las manos hinchadas, con las botas convertidas en pequeñas charcas caminantes, con la espalda hablando un idioma de dolores. Entre órdenes cortas —“cubre flanco”, “dos pasos”, “alto”— se escuchó un intercambio mínimo: “¿Vas?” “Voy.” “Vuelves.” “Vuelvo.” Nada más. Lo necesario. En el cuarto día, el enemigo entendió que la montaña no solamente negaba, sino que ahora defendía con oficios aprendidos en noches acumuladas. Intentaron el camino del río, de nuevo, con paciencia de hormigas; el barranco respondió con su rugido antiguo. El M1A1 de 75 mm, fiel, aún podía más: hubo que limpiarle la boca con trapo y aceite, cambiarle el pulso, hablarle bajo como a un animal fatigado. “Una más, compañero”, dijo el sirviente, y el obús exhaló una nube tibia que olió a lámpara y a cocina. “Una más”, repitió el eco en las paredes, y a los hombres les pareció que eran voces viejas, voces de otros que habían sostenido otros bordes del mundo.
La tarde arrastró su sombra hasta volverla noche sin ceremonias.
Y en la cuarta madrugada —la hora que los viejos llaman del filo del alma-, algo se abrió en el cielo como una costura que por fin cede. Primero fue un rumor en el vientre de la montaña, idéntico a los rumores que habían aprendido a temer; pero éste traía consigo un viento que olía a río grande y a gasolina. Las aspas de los helicópteros no se vieron al principio; se sintieron en la piel: una palma inmensa agitó los árboles y sacudió el sueño del barranco. “Atentos”, dijo Guerrero, y la palabra fue una campana pequeña, pero suficiente. Nadie corrió. Nadie gritó. Guerrero memorizó el orden: primero los que sangran por dentro, luego los ojos de vidrio, después los que aún pueden caminar. Nadie discutió.
Los hombres levantaron la vista. En la penumbra espesa de la cuarta madrugada, un rumor metálico fue creciendo hasta convertirse en trueno de aspas. El viento levantó hojas, lonas y recuerdos con la naturalidad de quien tiende la mesa. Nadie habló. Algunos apretaron sus armas; otros cerraron los ojos un instante, como si ese sonido fuera el último campanazo de un día que se había extendido más allá de toda medida humana. La montaña, erguida, pareció respirar hondo y, con ella, respiraron todos.
Y se supo —sin que nadie lo dijera— que a partir de ese momento la historia tendría otro narrador, uno que vería desde arriba la geometría del dolor y del valor. Se supo, también, que el Cenit no era un punto en el mapa sino una obstinación que había cobrado voz.
“A sus puestos”, dijo Guerrero, y la orden no significó guerra; significó cuidado. Afuera, el cielo empezó a blanquear como una sábana vieja que, tendida de nuevo, todavía es capaz de oler a sol. El viento de las hélices entraba y salía de las trincheras peinando las cabezas como una madre fatigada. Nadie contó cuántos vendrían. Nadie preguntó cuántos se irían. Era suficiente, por fin, escuchar esa música áspera de metal y aire, sentirla en el esternón como una moneda que se calienta con el pulso. El capítulo —aunque nadie lo llamara así— cerró en tierra. Lo que siguiera, lo contarían los ojos que cruzaban la niebla desde otro ángulo, los que podrían ver el trazo completo de la montaña y el hilo de hombres que aún la sostenían. Por ahora, allí abajo, todo era viento y espera, y una certeza humilde: se había sostenido.
Nota del Autor
«El Día Más Largo» es el capítulo que da origen a la novela. Si bien la historia se centra en el asedio de un pelotón en una montaña, mi fascinación inicial no era la guerra en sí misma, sino lo que sucede con el espíritu humano en los momentos de mayor privación. En las diversas guerras del siglo XX, el Obús de 75 mm M1, conocido como «Pack Howitzer», era lanzado en paracaídas para ser el corazón de fuego de las unidades aerotransportadas. Este capítulo nació de la idea de un grupo de soldados luchando para defender el lugar donde se encuentra esta pieza de artillería, que se convierte no solo en un arma, sino en un símbolo de su resistencia. Hugo, como el resto de los personajes, no es un héroe de manual; su acto de valentía no es impulsado por la gloria, sino por un sentido de responsabilidad. El objetivo no es glorificar la violencia, sino explorar la soledad, el misticismo, y la profunda hermandad que nace en la guerra. Es una historia sobre cómo el miedo y la fe se funden, y sobre los pequeños rituales que mantienen viva el alma, incluso cuando el cuerpo ha aceptado la violencia como su estado natural.
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