
El 1 de octubre: piñatas, silencios y una coincidencia necesaria
Poptun
Este 1 de octubre, Guatemala celebró con entusiasmo el Día del Niño. Hubo piñatas en escuelas, promociones en comercios, publicaciones oficiales y mensajes en redes sociales. Lo que casi no apareció en la conversación pública fue que esa misma fecha, a nivel mundial, corresponde al Día Internacional de las Personas de Edad, establecido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1990. El olvido no es casual: refleja las prioridades de un país que recuerda con facilidad a quienes inician la vida, pero se resiste a reconocer a quienes ya la recorrieron.
El Día del Niño tiene un arraigo fuerte y propio. Fue creado por el Acuerdo Gubernativo No. 31 del 11 de agosto de 1975, y desde entonces ocupa un lugar en el calendario escolar y social. No sorprende que lo tengamos tan presente: se asocia con ternura, con globos y dulces, con actividades que movilizan emociones y consumo. En el plano internacional, la referencia es distinta: el 20 de noviembre, Día Mundial de la Infancia, es una fecha ligada a la aprobación de la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, que transformó la mirada jurídica y social de la infancia. Ese tratado estableció que los niños no son “futuros ciudadanos”, sino titulares plenos de derechos: educación, salud, recreación, identidad, protección frente a la violencia.
Del otro lado del calendario, el Día Internacional de las Personas de Edad se quedó sin eco. La ONU lo instituyó para visibilizar los desafíos de una población cada vez más longeva y para promover políticas de inclusión y cuidado. La Declaración de Madrid de 2002 advirtió que la vejez no debía concebirse como descarte, sino como una etapa en la que la experiencia acumulada aporta valor social y cultural. Y la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores (2015) dejó claro que envejecer con dignidad es un derecho humano exigible. Sin embargo, en Guatemala esa fecha pasa inadvertida. No hubo mensajes oficiales, ni actividades destacadas, ni debate público.
La curiosa coincidencia de ambas efemérides —niñez y vejez el mismo día— no debería verse como un capricho. Al contrario, es una invitación a pensar la vida como un ciclo completo. Son dos etapas donde la vulnerabilidad se intensifica: en la infancia, porque la vida apenas comienza y necesita cuidado; en la vejez, porque los años acumulados pueden traer fragilidad, dependencia y exclusión. En ambos casos, la obligación ética es la misma: cuidar y reconocer la dignidad humana sin condiciones.
Los datos golpean fuerte. Según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Ministerio de Salud, casi uno de cada dos niños menores de cinco años en Guatemala sufre desnutrición crónica. Ese dato no solo revela hambre: significa retraso en el desarrollo físico y cognitivo, menos posibilidades de aprendizaje, menos oportunidades en la vida adulta. Una herida social que nos persigue por generaciones.
Del otro lado, la situación de los adultos mayores es igualmente dura. Menos de un tercio accede a algún tipo de pensión, y en muchos casos lo recibido apenas alcanza para cubrir lo básico. Quienes no tienen respaldo estatal dependen de sus familias o sobreviven en condiciones precarias, sin acceso garantizado a salud integral. Envejecer en Guatemala, salvo para unos pocos, significa enfrentar el riesgo del abandono.
El contraste es evidente: niños que no logran desarrollarse porque el Estado no asegura condiciones mínimas, y adultos mayores que sobreviven sin seguridad económica ni servicios adecuados. Dos polos distintos, un mismo déficit de justicia social.
Por eso, el 1 de octubre no debería leerse como rivalidad entre celebraciones. No se trata de que el Día del Niño opaque al Día del Adulto Mayor ni de que uno compita con el otro. El verdadero problema es que la primera fecha está incorporada en nuestra cultura y la segunda no existe en la conciencia colectiva. Y ahí está el reto: darle voz y espacio al adulto mayor, sin restarle importancia a la niñez, porque ambos extremos del ciclo vital son complementarios. El niño de hoy será el adulto mayor de mañana. Lo que sembremos en políticas públicas para la infancia repercutirá en ciudadanos más plenos; lo que neguemos a los adultos mayores será la negación anticipada de nuestro propio destino.
Celebrar la niñez sin combatir la desnutrición es un autoengaño. Ignorar la vejez porque “ya pasó su tiempo” es negar nuestra memoria. Una sociedad que no cuida a sus niños roba el futuro; una que abandona a sus mayores roba la memoria. Sin futuro y sin memoria, no hay país que se sostenga.
De aquí al próximo año, hay gestos simples y necesarios que deberían convertirse en compromisos reales. Que las instituciones incorporen en su agenda el 1 de octubre declarado por la ONU con actividades pensadas para y con las personas mayores: salud preventiva, acceso a la justicia, alfabetización digital, espacios culturales y recreativos. Que el Congreso y el Ejecutivo dejen de lado los show y discursos y aprueben leyes, políticas y beneficios concretos orientados a garantizar una vejez con dignidad y mejor calidad de vida. Que las municipalidades asuman en serio el desafío de construir ciudades amigables con la edad, con rampas, veredas transitables, transporte accesible y servicios comunitarios. Nada de eso es un lujo: es apenas la medida mínima de respeto que se le debe a quienes ya dieron lo mejor de su vida al país.
El 1 de octubre nos recuerda que la dignidad no tiene edad. Y que no basta con piñatas para la infancia si el 2 de octubre los niños vuelven al hambre; no basta con discursos sobre la vejez si los mayores siguen esperando citas médicas que nunca llegan. El doble aniversario, leído en conjunto, nos ofrece un espejo: en la niñez proyectamos lo que aspiramos a ser; en la vejez, lo que realmente hemos sido. Entre esos dos extremos se juega nuestra humanidad.

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