
En el día de mi Padre Manuel España: Vida, historia y cariño
Antropos
La vida de cada uno de nosotros, la propia y la de otros, está llena de recuerdos, nostalgias, ilusiones, sueños y metas que aspiramos alcanzar.
Esa y no otra, fue la vida de mi padre José Manuel España Martínez; por ello, ahora en voz alta, quiero honrar su nombre que llegó, según su propia cuenta a los noventa y ocho años y un poquito más.
Casi un siglo como si fuera poco. Una vida que, al vivirla, se vincula a la historia del país por su cercanía circunstancial, sin ser él mismo, escritor, periodista, empresario, catedrático, político o burócrata. Nada de eso, sino un pastor evangélico y un obrero a quien le gusto leer y platicar.
Compartir, hablar y hablar para entender el mundo y entretener el tiempo. Un carpintero, orfebre de la imprenta y pastor, nacido en San Vicente, aldea de Concepción Las Minas, en dónde junto a sus hermanos, cultivaban la tierra y se bañaban en el río antes de volver a casa para comer caldo de frijol, tortillas, queso y crema. Por las noches a tocar guitarra y contar cuentos.
Los días y las noches transcurrían por los caminos de la aldea San Vicente en donde tenían sus cultivos de maíz, frijol, ayotes. Y los domingos, cambiaban sus ropas para asistir al servicio religioso en la iglesia evangélica amigos de Concepción las Minas. Ahí aprovechaban para comprar algunas cositas para la casa y para almorzar caldo de res y en tiempos de cosecha, acompañados de chuptes y tortillas recién salidas del comal.
El ingreso a sociedad de mi señor padre, partió de los caminos pedregosos de su aldea, a la ciudad de Chiquimula, para estudiar en el seminario de la misión evangélica Los Amigos, en donde por cierto conoció a mi madre Virgilia Calderón Lemus. Estos misioneros llegaron al país, encabezados por John Clark Hil en el año 1904, como parte de una migración de congregaciones evangélicas liberados primero por los presbiterianos, después los nazarenos y los centroamericanos bajo el alero de la apertura religiosa que abrió sus puertas el general liberal Justo Rufino Barrios, en el año de 1882. La reforma liberal positivista entre sus principios se contempló la libertad de culto y a eso obedeció la presencia de estos religiosos en el país y además, obedecía también a una forma distinta de predicar el cristianismo.
Los misioneros autodenominados amigos, grupo de cuáqueros norteamericanos, fueron parte de una corriente de la reforma religiosa encabezada por Martín Lutero en el siglo XVI, pero que prosperó en Inglaterra, de donde migraron años después, hacia los Estados Unidos. Respecto a Guatemala, esta práctica cristiana dio inicios a partir de 1904 en Chiquimula, región ubicada en el oriente del país, con el firme propósito de llevar a cabo un trabajo teológico y educativo. Crearon el Seminario de Berea, para forjar evangelizadores que se diseminaron por todos los pueblos, creando iglesias. Así como el Colegio Evangélico Amigos, clínicas de salud y el Tabernáculo junto a su clásico himnario, Corazón y Vida. Y ahí, estuvo mi padre y mi madre. Él, se hizo pastor, tipógrafo y carpintero, bajo la guía espiritual de Miss Ruth Esther Smith, mujer increíble dedicada al cristianismo, que la condujo a la santidad.
Siendo pastor nos llevó a mi hermana Gloria Amparo y a mi persona, siendo niños, como gitanos, de iglesia en iglesia, recorriendo pueblos de Zacapa como Río Hondo, Santa Rosalía de Mármol, en la Montaña de las Minas, pueblos de Chiquimula como Ipala, San Jacinto, Concepción las Minas, Esquipulas, Quetzaltepeque.
En este último pueblo, nos sorprendió el año de 1954, la avanzada del coronel Carlos Castillo Armas, con el Cristo Negro del señor de Esquipulas en andas, con el arzobispo a la cabeza y aviones de guerra norteamericanos entre las nubes del cielo. Organizaron a la fuerza a campesinos de caite acostumbrados a cultivar la tierra, para dar la apariencia de un movimiento popular que se conducía a derrotar la revolución democrática del cuarenta y cuatro, encabezada por el coronel Jacobo Arbenz Guzmán, quien se atrevió entre muchas cosas, a la puesta en práctica de la reforma agraria y a la nacionalización de la yunai.
Y ahí estuvo mi papá junto a campesinos y trabajadores. Pensó, me comentó tiempo después, si lo enviaban a la guerra, con las dificultades que debería de tomar en cuenta tales como manejar fusil, pistola o metralleta. Le preocupó en el fondo de su corazón y su fe cristiana, que si se encaminaba a la batalla no podría tirar a matar a otros seres humanos, porque no sólo eran sus hermanos, sino que contradecía sus principios de la moral inspirada en Cristo, y esto no lo podría hacer. Felizmente lo dejaron en la comisión de abastos.
La historia siguió su rumbo y mi papá, como buen padre, siempre tuvo que trabajar limpiándose con la mano a cada rato, el sudor que le corría por la frente. Fue testigo por su labor, de otro hecho histórico importante, la construcción de la carretera al Atlántico que conducía a Puerto Barrios. Con su martillo y serrucho, contribuyó como obrero, en la construcción de puentes. Cuentan sus amigos, que por las noches, alrededor de una fogata, cantaban con guitarra en mano y contaban historias con picardías no malsanas. Se reían de los chistes y pasajes de la vida del oriente del país, que rozaba entre la realidad y la imaginación para vencer el cansancio y ahondar el sentido de pertenencia al pueblo que los vio nacer, en las cuales don José Manuel se destacaba narrando anécdotas de espantos y aparecidos. Cada una de todas estas palabras y sonidos de cantos, quedaron en los rincones de las vueltas del camino, pegado a un puñado de sudor que hoy es un recuerdo para algunos, en cada paso por ese transitar.
Los días y los años fueron pasando y nos fuimos a la capital. Aún recuerdo que nos bajamos del tren en la plazuela Barrios y nos subieron a una carreta con las bolsas y cajas de cartón, de la ropa que llevaban. Mi hermana y yo, sentados mirábamos con asombro carros y edificios, hasta llegar a una casita con apenas dos cuartos, cocina y comedor. Fue desde ese lugar que mi padre partía a su trabajo y por diversas circunstancias, volvió a experimentar como obrero y observador, la construcción de otro jalón de la historia nacional. Vivió esos momentos, encaramado en los altos andamios de la edificación del ostentoso edificio del Banco de Guatemala, el cual se integraba urbanísticamente al centro cívico de la ciudad. Construcciones con nuevos diseños de una arquitectura moderna con murales de bajos relieves hechos por los grandes artistas plásticos del país.
Desde los andamios mi papá tuvo la suerte de ver por primera vez, manifestaciones y luchas entre estudiantes, obreros y trabajadores, contra policías y ejército enfrentados a un gobierno anarquizado, deslegitimado, en las gestas de marzo y abril de 1962.
Al pasar los días, empezó a trabajar como carpintero, en el Colegio Evangélico América Latina. Fue testigo como simple mortal, de cómo en la década del sesenta hubo múltiples manifestaciones sociales, hasta el mismo nacimiento del movimiento insurreccional, que envolvió a la sociedad guatemalteca, en el miedo, temor, zozobra, desconfianza, angustia. Fue un momento en donde la tensión de los enfrentamientos armados, los asesinatos y desaparecidos, generaron, entre otros aspectos, crisis económica, pero curiosamente grandes beneficios por la apertura del Mercado Común Centroamericano. Fue también, paradójicamente el esplendor de la cultura con la poesía, la plástica, la música, la danza, el teatro, la narración. Todo un enjambre de grandes artistas. Y todo esto pasó por las pupilas de mi padre, como un gran observador acompañado de lectura y reflexión acerca de los libros de la Biblia.
Esta fue parte de la vida de mi padre, testigo de un largo recorrido de la historia nacional, como largo fue su propio caminar. Campesino, pastor, tipógrafo, carpintero y como siempre un gran conversador imaginativo con dichos y anécdotas, abierto, espontáneo, contador de chistes y cuentos de pueblos y aldeas. Un hombre que nunca empuñó un cuchillo, ni revolver a pesar de ser de una región en donde el andar armado ha significado, una prueba de hombría y valor. Les llevó la contraria y con su palabra dulce y acogedora, pudo convivir tranquilamente en esta región, demostrando que no es necesario ser armado, para poder defender posiciones y mantener la dignidad humana. Fue la palabra, y nada más. Una palabra de amor y comprensión como todo un buen cristiano lo sabe hacer.
Ahora valoro lo que logró cultivar en mí familia, hermanos, hijos, nietas, con su palabra llena de viveza e imaginación, que dio camino para que los que vivimos a su lado, creciéramos bajo las palabras llenas de anécdotas que parecían ciertas por la manera tan gustosa de su narración.
Recuerdo hoy ante su tumba y con una sonrisa dulce en mis labios, de cuando niño, me arrullaba al lado de un fuego con llamas tenues, que al dormirme soñando junto a la vida, la historia y el cariño, en aquellas montañas ubicadas en la aldea La Ermita, mi abuelo Papancho, le prestó para el ordeño de vacas y mi madre, hacía queso seco y mantequilla de costal para vender y vivir de esto. Ahora, sólo quiero que mi hermano, hermana, hijas e hijo y nietas, y muchos otros. merezcan crecer bajo el manto del afecto y el respeto, cultivando la imaginación y amando la vida.

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