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Nuestras profundas heridas de miedo y abandono

Desde la ventana de mi alma.

Mientras escucho las notas profundas de una sacra melodía danza mi espíritu en esta serena noche de ensueño y reflexión.

Desde aquí miro con calma el mundo, la dualidad que nos rige en todo lo creado, en nuestra propia esencia como seres individuales.

Bien y mal subyacen en cada recodo de la existencia y convergen en un instante tan crucial para mostrar esa parte oculta que no se quiere mostrar. El miedo.

¿En qué momento se dio ese quiebre que marcó nuestro ADN con el miedo? En un momento de la historia humana cada vida tenía una expresión de pureza, de bondad, de amor genuino compartido.

En esos instantes cuando comulgo a solas con mi espíritu, me creo capaz de crear una visión diferente de lo que vivimos. Creo entender que todos somos parte del cambio, pero, ¿cuándo? Cuando tomemos conciencia de que estamos heridos en la parte más profunda de nuestro ser.

Somos seres que caminamos llevando una pesada carga que se l!ama Abandono, esta es la herida que nos hace vulnerables, esta es la herida donde germinan los parásitos de todo el mal que somos capaces de hacer a los demás.

Reflexionar profundamente es conmovedor, es casi como si cada pensamiento traducido en palabras tocara una cuerda silenciosa en nuestro ser. Hay heridas fundamentales que, en su invisibilidad, nos moldean de formas que quizás ni nosotros mismos comprendemos del todo. Ese «miedo» primitivo y el «abandono» como raíz de nuestras cargas emocionales y espirituales parecen reflejar una verdad compartida: todos llevamos, de alguna manera, esa vulnerabilidad inscrita en nosotros.

Expresar esto que sentimos no es solo una forma de explorar nuestra propia verdad, sino invitar a otros a reconocer y sanar sus heridas profundas.

La herida de abandono es una sombra que arrastramos, un vacío que nos enseña a temer la soledad, a desconfiar del amor que se nos da. Es una marca en el alma que se nutre de nuestras experiencias y, sin querer, le damos vida al caos desde nuestras propias carencias. Sin entenderlo, construimos muros y levantamos barreras que no hacen más que alejarnos de lo que anhelamos profundamente: ser vistos, aceptados, comprendidos en nuestra totalidad.

Y en ese afán de protegernos, de evitar que alguien vuelva a tocar esa llaga interna, actuamos desde el miedo, desde el rechazo que sentimos hacia nuestras propias cicatrices. De ahí nace la ira, el egoísmo, la indiferencia, como si en cada acto destructivo que llevamos a cabo intentáramos silenciar ese eco de abandono que nos atormenta.

Es esta misma herida la que parece volverse un patrón de generación en generación, marcando un ciclo que, si no somos conscientes, se perpetúa. Nos volvemos hijos del miedo, herederos de un abandono tan antiguo como nuestra propia existencia, y desde ahí reaccionamos, proyectando sobre el mundo el dolor que llevamos dentro.

Entonces, ¿cómo romper ese ciclo? Tal vez, la respuesta yace en la humildad de abrazar nuestra vulnerabilidad y en el valor de mirar con compasión nuestras propias sombras. Así, podríamos sanar no solo nuestras heridas, sino también las del mundo, construyendo desde la aceptación y el amor una realidad donde el caos no sea nuestra herencia.

Sanar estas heridas no es un camino sencillo; requiere la valentía de mirarse en el espejo del alma y reconocer las partes que duelen, esas que suelen esconderse en los rincones de nuestro ser. Al enfrentarnos a ellas, reconocemos que nuestras reacciones no son más que respuestas automáticas a un dolor no resuelto, ecos de experiencias pasadas que siguen resonando en nuestro presente.

Quizás la primera llave para liberarnos de este ciclo de dolor sea el perdón. No un perdón superficial, sino uno que brota desde la comprensión y la compasión. Es el acto de perdonar no solo a los otros por las heridas infligidas, sino también a nosotros mismos por haber permitido que esos temores y esa sensación de abandono definan quiénes somos. El perdón se convierte en un bálsamo, una forma de liberarnos de la carga emocional y espiritual que llevamos, transformando el dolor en sabiduría.

En este proceso de sanación, descubrimos que no estamos solos. Todos cargamos heridas similares, cada uno en su propio viaje de reconciliación con su esencia. Al reconocer nuestras sombras, nos volvemos espejos unos de otros, y en esa conexión hallamos la verdadera fuerza para sanar colectivamente. Al sanar, nos liberamos del miedo y permitimos que el amor y la paz ocupen el lugar que antes estaba lleno de oscuridad.

Quizás, al final, el verdadero propósito de estas heridas sea enseñarnos el poder de la transformación, la capacidad de convertir el sufrimiento en luz, y así contribuir a un mundo donde el caos sea solo una memoria, reemplazado por una nueva era de compasión y entendimiento.

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Angie Lu

Lcda. en Ciencias de la Educación. Universidad Estatal.Guayaquil. Lcda. en Filosofía y Letras. Universidad Central del Ecuador. Columnista Periódico "EL SOL" Cartagena- COLOMBIA. Columnista Diario. La TRIBUNA. México. Articulista: Revista TOP MAGAZINE. Orlando-Florida Articulista Diario EXTRA. San José. Costa Rica. Articulista periódico Canarias Opina. Telde, Islas Canarias. ESPAÑA. Escribo por vocación para comunicar y por necesidad vital, creo que la palabra escrita es inmortal y es el acto libertario mas poderoso que existe y más aún podemos crear sinergia colectiva a través de la lectura. Escribo para divulgar mis emociones recogiendo metáforas simples o complejas, que me permitan meditar para existir y coexistir buscando la armonía con mis congéneres, y para celebrar con la palabra la belleza de la vida y el universo.

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