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La Política de Confrontación: Un Peligro Inminente para la Democracia

Zoon Politikón

Era un día tenso en el Congreso de Guatemala. El reloj marcaba las 20:36 cuando la diputada Elena Motta, visiblemente frustrada, se dirigió a Greicy de León con una voz elevada. En cuestión de segundos, la discusión, que comenzó con palabras acaloradas, se transformó en un altercado físico. Empujones, gritos y micrófonos cayendo al suelo resonaron en las cámaras, capturando un momento que no era solo bochornoso, sino revelador. Este incidente refleja una tendencia alarmante en Latinoamérica: la política de confrontación ha tomado el control de los parlamentos, convirtiendo espacios que deberían ser de diálogo en verdaderos campos de batalla.

Este tipo de situaciones no son aisladas. En Perú, hemos sido testigos de crisis políticas que han llevado a la caída de presidentes, mientras que en Brasil, el impeachment de Dilma Rousseff desató una polarización que aún fractura a la sociedad. Estos episodios son síntomas de una enfermedad política en la que el diálogo ha sido reemplazado por el conflicto. El problema no es la confrontación en sí misma —que es parte inherente de toda democracia—, sino su uso como herramienta sistemática para bloquear, agredir o imponer. Esta dinámica convierte el disenso legítimo en enemistad personal, cerrando cualquier puerta a un debate constructivo.

El incidente entre Motta y de León fue el clímax de una sesión cargada de tensiones, donde se intentaba introducir de forma repentina la discusión sobre un decreto de aumentos salariales. La oposición logró frenar el intento, imponiendo una agenda cerrada que dejó poco espacio para la negociación. En lugar de deliberar, el Congreso se convirtió en un escenario de colisiones verbales y físicas. Esta transformación de la política en un espectáculo de confrontación no solo decepciona a los ciudadanos, sino que también envía un mensaje dañino: la legitimidad democrática se erosiona cuando las decisiones legislativas parecen derivar de forcejeos partidarios y no de consensos ciudadanos.

La polarización que se genera de esta manera es profunda. George Lakoff, un destacado psicólogo, ha explicado cómo las narrativas polarizantes estructuran la percepción pública en términos morales opuestos: «nosotros» contra «ellos». Esta lógica binaria inhibe el pensamiento crítico, refuerza prejuicios y convierte a los adversarios en enemigos. Así, la confrontación parlamentaria no solo afecta a los políticos; hunde sus raíces en el tejido social, dividiendo barrios, familias y comunidades enteras.

Consideremos el caso de Alberto, un padre de familia guatemalteco que trabaja largas horas para mantener a su familia. “Cuando veo a mis representantes pelear, siento que no están trabajando por nosotros. ¿Dónde está el diálogo que necesitamos para resolver los problemas de salud y educación?”, dice con frustración. La voz de Alberto es un eco de muchos que sienten que el Congreso se ha alejado de sus necesidades diarias, transformándose en un espectáculo que nada tiene que ver con la realidad que enfrentan.

Además, la violencia política tiene un impacto desproporcionado en las mujeres. Cuando se producen altercados como el de Motta y de León, se activan estereotipos machistas que cuestionan la capacidad de las mujeres para gobernar. A menudo, el imaginario colectivo refuerza la idea de que las mujeres en política son “emocionales” o “fuera de control”. Según un estudio reciente de la ONU, las mujeres en política enfrentan un 30% más de críticas negativas en situaciones de confrontación. Este sesgo no solo perjudica la representación femenina, sino que desalienta a nuevas lideresas a ingresar al servicio público, lo que representa un retroceso simbólico y cultural que debemos enfrentar con urgencia.

En comparación, podemos observar que en otros países se han implementado soluciones efectivas para mitigar la confrontación. En Nueva Zelanda, por ejemplo, se han adoptado prácticas de mediación que han reducido los conflictos entre partidos, promoviendo un ambiente de respeto y colaboración. Estas iniciativas no solo mejoran la comunicación, sino que también sientan las bases para un diálogo constructivo. ¿Por qué no aplicar estrategias similares en nuestra región para restaurar la confianza en nuestras instituciones?

La normalización de la violencia política crea un círculo vicioso: más confrontación, más desconfianza y menos democracia. Esto va más allá de la mera política; afecta la gobernabilidad y agrava problemas nacionales que son prioritarios. Los recursos se desvían hacia el control de crisis políticas en lugar de invertirse en desarrollo. La frustración social se intensifica y la esperanza en el sistema se diluye.

El impacto en la salud mental de la población también es notable. La ansiedad y la incertidumbre se convierten en compañeras constantes en un entorno de conflicto. La política, que debería ser un espacio de transformación, se convierte en un campo de batalla donde se gana a gritos o se pierde en el olvido. Esto desincentiva la participación cívica, especialmente entre los jóvenes que observan estas dinámicas. Ellos aprenden que la política no es un espacio para el cambio, sino un lugar de agresión y desconfianza.

Por todo lo dicho, es impostergable repensar cómo se ejerce la política en nuestros países. Debemos reivindicar el valor del disenso argumentado y la búsqueda de acuerdos. Como ciudadanos, comunicadores y líderes, tenemos la responsabilidad de exigir una política que eleve el nivel del debate y que reconozca al otro no como un enemigo, sino como un interlocutor válido. Las voces de la comunidad deben ser escuchadas y valoradas en las decisiones que afectan sus vidas.

La política de la confrontación no es inevitable, pero su desmantelamiento exige voluntad colectiva. No se trata de negar el conflicto, sino de civilizarlo. El Congreso debe ser un espacio donde las diferencias se tramiten con palabras, no con puños. La democracia no sobrevive cuando la violencia se convierte en norma; sobrevive cuando, a pesar de las diferencias, seguimos creyendo que el diálogo es posible y necesario.

Solo una democracia que se nutra del respeto, la escucha y la negociación puede aspirar a perdurar. Esto comienza por exigir, que el poder se ejerza con responsabilidad y que las disputas se resuelvan con ideas, no con agresiones. La política de la confrontación no solo es un error estratégico; es, en el fondo, una traición a la esencia misma de la democracia.

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Edgar Wellmann

Profesional de las Ciencias Militares, de la Informática, de la Administración y de las Ciencias Políticas; Analista, Asesor, Consultor y Catedrático universitario.

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