
El Último Bastión Capítulo 12

Sinopsis
El capítulo narra el momento más íntimo y desgarrador de la guerra: la notificación de la muerte del Sargento Hugo a su familia. Entre olores cotidianos —pan, jabón, hierbabuena— irrumpe la tragedia, marcando para siempre la memoria de padre, madre e hijo. Paralelamente, en el Puesto Cenit, los compañeros de armas perciben la pérdida como una vibración del alma y crean un rito espontáneo con cenizas en la frente, espejo del gesto de harina de la familia. Una mariposa amarilla enlaza ambos mundos, convirtiéndose en símbolo de la unión invisible entre hogar y trinchera, vida y muerte, dolor y memoria.
El duelo y el Retorno del Alma
El notificador se detuvo frente a la puerta de la familia del sargento Hugo. La guerra no se limita al campo de batalla. En su lugar, se materializa en los espacios privados, en la intimidad de los hogares. El sol, que a menudo se veía como un recordatorio de un mundo en paz, hoy era un fuego insoportable que ardía sobre el asfalto. El notificador sentía un sudor frío en la nuca y un tamborileo en el pecho, su cuerpo reaccionando antes que su mente. No era solo un hombre en uniforme; era el emisario del duelo, la encarnación visible de un evento distante que había irrumpido en un mundo que olía a galletas recién horneadas.
El notificador caminó primero por una calle sin árboles, y la ciudad, como si supiera lo que llevaba en el pecho, bajó el volumen de sus voces. Ni los vendedores ambulantes gritaron sus pregones ni el perro de la esquina ladró con su rabia cotidiana; todo se recogió, como cuando una iglesia guarda silencio antes de la consagración. En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba el parte, un rectángulo de papel que pesaba como una piedra de río. Cada paso era un compás en el que las suelas conversaban con el polvo; y el polvo, antiguo y obediente, parecía responder: todavía no, todavía no. Se detuvo a mitad de cuadra para mirar el cielo. No buscó señales; solo respiró hondo, como quien desciende a un pozo, y se sintió dos hombres a la vez: el de la voz entrenada y el que tiritaría por dentro cuando la puerta se abriera.
No era la primera casa que visitaba, pero cada puerta era un mundo que no se parecía a otro. Esta tenía un zócalo azul, unos geranios pálidos en latas de leche y un timbre de plástico que se había quedado un poco ladeado. La ciudad tenía ese olor de las cuatro de la tarde: pan horneado a unas cuadras, jabón de ropa secándose en un patio, gasolina que se quedó sin evaporarse del todo. Levantó el puño y no tocó. Los nudillos flotaron un instante en la penumbra de la entrada. Después sí, tocó. Una vez. Dos. El sonido, leve, se volvió infinito.
Se sentía como una anomalía, un cuerpo extraño que no pertenecía a ese espacio. Se percibía como el umbral entre el mundo de los vivos y la negrura de la muerte. Era la primera vez que cumplía este deber, y aunque los protocolos eran su escudo, se sentía desnudo, vulnerable. El peso anticipado de la misión lo había carcomido desde que recibió la orden. Se preguntó si el protocolo alguna vez podría preparar a alguien para el momento en que se le ve a una madre derrumbarse o se escucha el grito de un hijo. Sabía que, al tocar ese timbre, estaba a punto de quebrar una vida.
Apareció el padre primero, con la camisa remangada y las manos húmedas. Detrás, la madre con un delantal floreado, harina en los dedos, el cabello recogido por prisa. Más atrás, un niño con un cuaderno, la portada doblada donde se apoya el lápiz cuando uno piensa. El notificador juntó los talones. En su nuca se arremolinó un viento frío que no venía de ninguna parte. Sintió cómo se le llenaba de sal la boca, y, sin embargo, la voz obedeció: dijo los nombres, las palabras oficiales, la hora, el lugar, la forma; y cada sílaba, apenas pronunciada, ya era recuerdo. No pidió pasar. La guerra había entrado antes que él.
Las palabras del notificador, cuando finalmente salieron, sonaron incomprensibles, extrañas, ajenas al orden de su familia. “El sargento Hugo… caído en combate”. La noticia funcionó como un corte ontológico. El mundo, tal como lo conocía, ya no existía; lo que era ya no era, y lo que vendría carecía de forma.
El cuaderno se le cayó al niño y quedó abierto como una mariposa cansada. La madre no gritó al principio: se quedó inmóvil, con el delantal floreado pegado al abdomen como si quisiera coser dentro lo que el mundo le arrancaba. El padre dio dos pasos hacia atrás, chocó con la mesa, derramó una taza que olía a hierbabuena y no la miró. Un retrato en la pared —uniforme, sonrisa, una graduación— pareció inclinarse, apenas, como si el clavo hubiera cedido de repente. El notificador habló del modo en que los manuales ordenan: pausado, medido, claro. Pero adentro una parte suya recogía sonidos que nadie oiría jamás: la vibración mínima del timbre, el roce de la harina deslizándose por los dedos de la madre, un pitido antiguo, quizá de una tetera en otra casa, en otra notificación.
No entregó una medalla. Abrió, con gesto de misa, la bandera doblada. Era liviana como un pañuelo y pesada como un ataúd. Extendió ese triángulo de patria con una exactitud de relojería. La madre no la recibió. Tenía las manos rígidas como la porcelana de los platos buenos. El padre la tomó con dedos de vidrio: crujían por dentro. No hubo palabras, ni se pidieron. La bandera encontró su lugar sobre la mesa, a la par de una fuente a medio lavar, al alcance de una jarra de agua que nadie bebería. El niño, en la sombra de la puerta, respiraba por la boca y miraba como si le hubieran pedido que no parpadeara.
Entonces el sonido llegó: no fue un alarido, ni un lamento, sino la rotura de una membrana. La madre se dobló como la hoja de un libro que cierra de golpe. El padre avanzó un paso para sostenerla y se detuvo, como si una orden invisible le dijera quieto. El notificador quiso dar un paso también y no lo hizo. Su cuerpo obedeció a la forma exacta del deber: quedarse vertical, soportar sin invadir, mirar sin herir, recoger con los ojos lo que nadie debería almacenar. La cocina dejó escapar un vapor dulzón que se mezcló con un filo de metal; y desde algún cuarto llegó un olor tenue a colonia, quizá de un cajón abierto sin darse cuenta. Los pequeños trenes de lo cotidiano seguían corriendo, pero las estaciones habían desaparecido.
Al cabo de unos segundos —o décadas—, la madre levantó la vista y la posó sobre la bandera. No sobre el escudo, ni sobre el azul exacto, sino sobre una arruga diminuta, allí donde la tela no había cedido al doblez. Se inclinó con una delicadeza que habría servido para poner un vaso de agua sobre una mesa de cristal. No tocó la tela. Llevó los dedos manchados de harina a la frente y dejó un rastro blanco. El gesto no vino de ninguna doctrina: fue una invención de la pena. El padre, sin hablar, repitió el movimiento, y el niño —viendo— hizo lo propio. Quedaron así, con esa ceniza de harina sobre la piel, como si los ángeles hubieran bajado con sus dedos de pan.
El notificador tomó aire por la boca, porque la nariz era un pasillo estrecho. Agradeció con una inclinación breve y se retiró de puntillas, como quien abandona una habitación donde un recién nacido duerme. En la entrada, una mariposa amarilla —una de esas que saben el camino sin haberlo tomado nunca— entró y salió. Aleteó sobre su cabeza, le tocó el hombro como si le pusiera un galón invisible, y remontó vuelo hacia la calle. Él la siguió con los ojos un segundo —no más—, y supo que había comenzado la parte inexplicable. En el patio, el sol rompía una sombra en dos, y las migas de pan sobre la mesa parecían pequeñas estrellas apagadas.
Bajó la grada. Tres pasos después, la mariposa echó a volar hacia el norte, como si obedeciera a una brújula enterrada en la montaña. El notificador se ajustó la chaqueta. La calle recuperó sus ruidos de mercado, pero el mundo seguía en voz baja, como si lo que había sucedido pidiera no ser asustado. Caminó el resto de la cuadra con la bandera adentro de los ojos, doblada, latiendo. Pensó en otras puertas, en otras cocinas, en otros nombres. El papel del parte, ya sin importancia, había dejado de pesar. Lo que pesaba ahora eran las cenas, los cumpleaños, las vacaciones que no ocurrirían. Comprendió entonces —o recordó— que el Estado es una casa enorme que toca otras casas con un dedo frío; y ese dedo, a veces, es el suyo.
El trauma se incrustó en los sentidos de la familia de una manera fantasmal. Años después, el sonido del timbre o el golpe de la puerta se convertiría en un gatillo recurrente para el pánico. El olor de la ropa de su hijo en el armario ya no evocaría solo un recuerdo, sino que se sentiría como una presencia palpable. El tacto de la medalla fría o la superficie de la cama vacía se convertirían en conductos directos al dolor de la pérdida. El notificador se marchó de la casa llevándose el peso del luto familiar, un dolor que, aunque no le pertenecía, lo transformaría para siempre.
La mariposa subió por la avenida, dobló entre edificios, sobrevoló un parque, cruzó por encima de una cancha donde un balón quedó detenido inexplicablemente en una parábola más larga de lo razonable, y luego rozó la torre de una iglesia que repicó una campana sin motivo de misa. Los sonidos hicieron una escalera para su vuelo. Un perro la siguió con la mirada hasta que, en una esquina, la perdió. Ella siguió, sola, hacia el borde donde la ciudad se deshilacha y empieza la sierra.
En el Puesto Cenit, el viento cambió sin permiso. Guerrero levantó la cabeza y el aire le llenó la boca con un sabor insólito: harina dulce, horno, hierbabuena. Se pasó el dorso de la mano por la frente y se quedó con el olor un instante, como si fuera posible guardar un aroma en la piel. —¿Lo sintieron? —preguntó, pero no era una pregunta. El obús, dormido bajo una lona, soltó un crujido como de hueso que se acomoda. Más allá, un soldado hizo inventario de munición con una prolijidad de relojero: no quería pensar. Otro, sentado en el borde de la trinchera, giraba un casquillo entre los dedos; parecía un rosario pagano.
Entonces se supo: no por radio, no por mensajero, sino por una vibración en el nombre sin pronunciar. La noticia llegó como esas brisas que suben desde los barrancos: tibia, grave, definitiva. Junto al puesto, en el límite donde la sombra del parapeto se vuelve otro tipo de noche, apareció Argueta. No caminó: sucedió. Era menos cuerpo que intención, un filo de penumbra con la paciencia antigua de la roca. Nadie lo miró directamente; todos lo vieron. Se quedó un segundo a la espalda de Guerrero, como los viejos sargentos que recalcan el silencio con la sola presencia. No trajo palabras. Trajo un peso. Guerrero asintió apenas. En su estómago, un hilo se tensó hasta doler. Supo, sin tener que ver cartas ni sellos, que abajo se había quebrado una casa.
El sargento Argueta y el sargento Hugo, tenían ahora una conexión entre los dos, la cual era más profunda que la vida. Se movían en la montaña como si fueran uno, dos lados de una misma moneda mística. Ahora, el fantasma del sargento Argueta sentía en su propia esencia la disociación, el dolor, el vacío narrativo que la familia de Hugo estaba experimentando. El fantasma no podía hablar, pero el oficial Guerrero entendió. La guerra no solo se cobraba vidas en el campo de batalla, sino que se manifestaba en los corazones de los que esperaban en casa.
—Formen —dijo, y la orden fue un suspiro. No llamó a nadie por su nombre: los nombres estaban demasiado cerca de la herida. Cuando el cielo sostuvo un rojo de carbón encendido, los reunió en círculo. No para hablar, no para explicar, sino para sostener. Con una lata vacía recogieron las cenizas de la última fogata. Un soldado —el más joven, acaso por eso— metió los dedos primero. Se pintó la frente con cuidado, como quien afina un instrumento. El siguiente repitió el gesto, y el siguiente, y así. Las yemas quedaron oscuras, y al pasarlas por la piel dibujaron trazos torpes que eran todos iguales y todos distintos. No hubo rezos de catecismo; la montaña tiene su propia liturgia.
—Por ellos —dijo alguien. No supieron quién. Quizá ninguno. Las palabras, cuando se las necesita, no siempre pertenecen a una boca. Guerrero, al final, dejó una línea de ceniza sobre sus cejas y sintió que un segundo párpado se cerraba, uno capaz de ver la realidad de otra forma. Argueta estuvo cerca y lejos al mismo tiempo; un soldado sintió que una mano —la de él, la de nadie— le acomodaba el casco con la vieja brusquedad de la instrucción.
En ese mismo instante, una corriente templada subió desde el valle. No llevaba polvo ni hojas. Llevaba el olor intacto de una cocina: pan, azúcar, hierbabuena. El viento avanzó sobre el círculo y se quedó suspendido, como si escuchara. En algún lugar, una mariposa amarilla, cansada de tanto vuelo, se apoyó en la cureña del obús y movió las alas con la paciencia de un abanico antiguo. El cabo que hacía guardia, hombre de pocas palabras y menos fantasías, juró luego —sin que nadie se lo pidiera— que aquella mariposa pesaba más que de costumbre, como si en cada polvillo de sus alas hubiera un nombre.
La noche anunció su entrada con un sonido que a veces es solo del oído: un crujido leve de la roca al enfriarse. En la loma opuesta, cinco luciérnagas hicieron, sin saberlo, un número; y alguien, supersticioso, apartó la mirada. El obús respiró un suspiro más largo que los demás, como un animal de hierro al que también le doliera. Guerrero pasó la mano por la cureña y dejó, sin querer, una marca de ceniza. Comprendió entonces de qué lado del mundo estaba: del lado que convierte la pena en forma y la forma en memoria.
No hubo relatos esa noche. Nadie quiso repetir cómo era la voz, el paso, la risa de quien no volvería. No por negación, sino por respeto al tejido fino del dolor reciente. En cambio, se quedaron escuchando. Y escucharon lo que solo se oye cuando la sierra guarda su aliento: un timbre lejano —no de radio, no de metal— que tocaba adentro, y el golpeteo diminuto de algo que rozaba la lona del obús como un dedo. Era la mariposa: ahora quieta, ahora inquieta, marcando un compás de velorio. Un conscripto, nuevo todavía, pensó en su madre: la imaginó con ceniza de harina en la frente, y a su padre con las manos demasiado firmes, como si apretara algo que se desmorona.
Cuando el círculo se deshizo, cada uno volvió a su lugar como quien regresa de una ceremonia que cansó al alma. Hubo quien acomodó la manta, quien ordenó el cargador, quien limpió con un trapo invisible una herramienta que ya estaba limpia. Guerrero subió dos escalones de tierra y miró al fondo del valle. No vio luces de ciudad —el mundo abajo parecía haber entendido la hora—, pero sí una especie de resplandor dorado que no podía venir ni de la luna ni de fogatas. Era un brillo bajo, palpitante, que no alumbraba nada y, sin embargo, hacía visibles los contornos de las piedras. Se quedó mirándolo hasta que el ojo pidió descanso. No buscó explicaciones. En la montaña, la lógica a veces es una cortesía.
Antes de dormir —si a eso se le puede llamar—, volvió a pasar el pulgar por la ceniza de la frente. Sintió una leve aspereza, como el borde de una fotografía vieja. Recordó, sin querer, la risa del Sargento Hugo, recién guardada en la memoria del cielo. Pensó en el piloto de helicóptero que había envejecido en horas, en las mariposas que a veces escoltan lo que el viento no logra decir, en la cocina de la casa donde el vapor dulzón no sabe todavía que es incienso. Y se le antojó que la montaña respiraba distinto, con un dolor ancho que no era solo suyo.
En la casa, muchísimas horas después —o al mismo tiempo, porque hay dolores que rehúyen el reloj—, la madre dejó de llorar por un instante. Se acercó a la mesa y alisó con la palma una arruga de la bandera. Sobre el mantel, quedaron granos pequeños de harina, como una vía láctea de cocina. El padre abrió la ventana y dejó entrar un pedazo de noche. El niño, sentado en el suelo, con el cuaderno otra vez en las manos, dibujó un triángulo y lo coloreó de azul. En el último trazo, una mariposa se posó un segundo en el borde del papel y siguió viaje. Nadie la vio. O quizá todos, pero escogieron callar.
Arriba, en Cenit, el aire bajó un grado y el círculo de hombres, disperso ahora, siguió siendo círculo, aunque cada cual estuviera en su puesto. Argueta, satisfecho con una disciplina que ya no era del cuerpo sino del alma, se retiró a la orilla donde el mundo toca lo que no es mundo. La mariposa, con el cansancio de haber unido dos lugares con un hilo de oro, levantó vuelo una última vez y desapareció en la costura de la lona. La montaña cerró los ojos —si los tiene— y guardó, como guarda quien sabe el oficio, lo que se le confía: una bandera con una arruga, tres frentes con harina, un triángulo azul dibujado con trazos torpes, una línea de ceniza sobre unas cejas, el eco de un timbre que ya no es un timbre, y el compromiso silencioso de unos hombres que, antes de volver al fuego, inventaron un rito para no volverse piedra.
Entonces el viento, obediente como un monaguillo que conoce la misa, descendió otra vez hacia la ciudad. Nadie lo nombró. Solo dejó en la entrada un olor remoto a madera quemada y, en la mesa de la cocina, un leve polvillo gris —¿harina?, ¿ceniza? — al que la madre pasó el dedo con ternura. Un gesto pequeño, redondo, que quedó suspendido en el aire como una campana invisible. Así, sin trompetas ni clarines, terminó la jornada: con una guerra que, por un momento, aprendió a hablar el idioma de la casa, y con una casa que, por un momento, aprendió a respirar con los pulmones de la montaña. Y ambos, sin saberlo, quedaron atados para siempre por la cuerda finísima de una mariposa.
Nota del autor
Este capítulo nació de una pregunta que me persigue: ¿cómo se comunica lo indecible? No quise escribir solo sobre la muerte en combate, sino sobre el instante en que esa ausencia se instala en los rincones más sencillos de la vida: una cocina, un cuaderno, una bandera doblada. Descubrí que el dolor inventa sus propios rituales, pequeños gestos que son a la vez resistencia y memoria. La harina en la frente, la ceniza en la trinchera y la mariposa que vuela entre ambos mundos son intentos de decir lo que las palabras no alcanzan. Para mí, este capítulo es un recordatorio de que la guerra, aunque sea brutal, también revela la capacidad humana de transformar la pérdida en símbolos que nos sostienen.
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