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El sagrado tamiz de la ética profesional

Existe Otro Camino

La práctica de cualquier actividad implica asumir responsabilidades

Muchos creen que un título académico, la supuesta idoneidad o el conocimiento empírico de una disciplina alcanza para ostentar una “licencia” de la cual sentirse orgulloso, cuando en realidad el requisito más relevante es intangible y pocos pueden jactarse de utilizarlo con integridad.

En el ejercicio cotidiano de un oficio, sin importar su complejidad o pretendida jerarquía social, los protagonistas bajo contextos puntuales enfrentan dilemas de difícil resolución y es allí cuando los profundos valores vinculados a la formación personal entran en juego inexorablemente.

El decoro de un individuo se mide en esas sofisticadas circunstancias, en esos instantes en los que hay que seleccionar el rumbo, en los que la duda invade y todo lo que se sabe hasta ahí pasa a tener muy poca significación.

Lo aprendido desde la cuna, las experiencias negativas de la vida y cómo se ha salido del pantano dejan una huella que cala con potencia en ese minuto en el que hay que decidir cómo obrar sin que tiemble el pulso, asumiendo inclusive el costo de esa determinación.

Ciertamente algunas ocupaciones tienen sus estigmas y entonces la generalización hace su tarea con crueldad intentando ser mayoritariamente descriptiva en esa dinámica simplificadora que la humanidad utiliza para explicar lo engorroso en pocas ideas.

Los abogados y los choferes, los plomeros y los odontólogos, los consultores y los carpinteros, los albañiles y los comunicadores, por solo citar algunas variantes, deben trabajar en el marco de ciertos principios que rigen su accionar y esto no tiene que ver con lo legal sino justamente con lo abstracto.

Pueden ser muy buenos en lo suyo demostrando talento y versatilidad, aportando soluciones creativas y celeridad. O quizás ser lo opuesto, con bajos desempeños y escasa calidad, con resultados mediocres y con una habilidad criticable, pero existe un aspecto que jamás debería soslayarse con tanta liviandad. Es que es la ética profesional lo que finalmente describe perfectamente a un trabajador de cualquier especialidad. Sus convicciones, sus paradigmas morales, sus prioridades conceptuales son las que hablan de él y no sus eventuales atributos, esos que sólo ilustran de modo incompleto al personaje en cuestión.

Un médico que receta a un paciente un fármaco que no está indicado por la ciencia, un vendedor que oferta a su cliente algo que no le será de utilidad, un político que promete a su electorado lo que jamás cumplirá y un periodista que difunde falsamente una información no verificada, tienen sólo algo en común.

Todos ellos han incurrido en una mentira de forma deliberada. No han cometido un error involuntario, sino que han llevado adelante una práctica totalmente inadmisible aprovechándose de su falso prestigio, amparándose en cierta presunta sabiduría y una aquilatada experiencia para dañar a alguien a sabiendas de lo que estaban haciendo.

Bajo este esquema conviven dos grupos bien identificados. Por un lado, emerge un conjunto innumerable de víctimas desprevenidas e incautas que asignan una reputación a estos malandrines de la palabra. Eso solo puede ocurrir con la complicidad manifiesta de quienes no detectan esas conductas y las aplauden validando su repetición sin advertir esos comportamientos despreciables.

Del otro lado del mostrador están los depredadores seriales, sujetos sin escrúpulos, que, abusando del desconocimiento y la candidez de su tribuna, incurren frecuentemente en una praxis absolutamente repudiable.

Ante este escenario a los decentes les cuesta mucho sostenerse. Los buenos pueden cansarse ante tanta injusticia y creer que la opción es parecerse al resto. Esa claudicación es tan peligrosa como humillante ya que somete a los mejores a sumarse a una inercia inaceptable, bajo la expectativa de obtener similares premios en el proceso.

Hay pocos incentivos para no desistir. Los malos, en muchos casos, consiguen fama y dinero, y a veces se retiran sin que nadie se haya percatado de sus perversas formas de actuar. No parece justo, pero lamentablemente sucede en demasiadas oportunidades.

Los mejores, los intachables, por diversas razones, pueden pasar desapercibidos a pesar de su entereza. En ciertas ocasiones no logran el éxito, el reconocimiento social llega tarde o inclusive ni siquiera aparece al final del camino.

No hay que esperar que los villanos se rediman. El arrepentimiento es una excepción a la regla y por lo tanto sería muy infantil ilusionarse con semejante despliegue. No tienen motivos para retroceder con su modelo lineal. Van a seguir por la misma senda mientras nadie les ponga freno.

Los que tienen la misión de poner blanco sobre negro son los ciudadanos. Son ellos los que validan o reprueban a los “profesionales”. Si las conductas impropias se festejan y las correctas se minimizan pues nada habrá de cambiar y la única perjudicada será la sociedad.

Las nuevas generaciones necesitan ejemplaridad. Eso sólo se logra con adultos siendo adultos, con personas que sean capaces de celebrar las virtudes humanas y castigar con vehemencia a los manipuladores crónicos y a los depravados de siempre. Los infames solo sobreviven de la mano de una sociedad timorata y cobarde, que acepta la extorsión de estos seres siniestros que desafortunadamente pululan en las comunidades y encima se ufanan de sus carreras como si se tratara de gente honrada.

Hay mucho por hacer, demasiado por corregir para sacarse de encima esta lacra que se alimenta gracias a la trampa, que tanto daño hace a diario y que funciona como una barrera en el camino hacia el progreso. Una sociedad más civilizada necesita de líderes valientes, pero también de gente íntegra capaz de evitar caer en la trampa de los embusteros.

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Alberto Medina Méndez

Es argentino, radicado en Corrientes. Es analista político, conferencista Internacional, columnista de: INFOBAE en Argentina, Diario exterior de España y El CATO de EEUU. Ha publicado más de 470 artículos en 15 países de habla hispana. Alberto conduce los ciclos radial y televisivo “Existe otro camino”. En 2002 recibió el “Premio Poepi Yapo” por su labor periodística y el “Premio Convivencia” como Periodista del Año. Poco después en 2006 fue galardonado con el “Premio a la Libertad”, de la Fundación Atlas. En 2009 recibió el “Premio Súper TV” por su labor como periodista

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