
La guerra geocultural: el choque de civilizaciones es una realidad
Del escritorio del General
Vivimos una era crítica, marcada por conflictos que ya no son exclusivamente económicos o ideológicos, sino eminentemente culturales y religiosos. Las nociones de paz, gobernabilidad y diálogo parlamentario que alguna vez inspiraron a Occidente están siendo desplazadas por una polarización civilizatoria que enfrenta dos visiones antagónicas del mundo.
Los hutíes en Yemen, por ejemplo, han consolidado el norte del país como bastión estratégico. Con el control de recursos y acceso a financiación, se han erigido como fuerza insurgente contra lo que consideran amenazas al mundo musulmán. Este escenario no es aislado; representa el resurgimiento de una identidad religiosa unificadora dentro del islam que, aunque diversa en sus corrientes (suníes, chiíes, wahabíes, etc.), presenta una postura cada vez más monolítica frente a Occidente.
La historia nos recuerda que el mundo árabe, el mundo africano y el persa eran civilizaciones distintas. Sin embargo, el islam los unificó bajo una teología común. Mahoma surge como figura central, proclamado profeta y, para muchos, el legítimo mensajero de Dios. Esto plantea una tensión teológica profunda: mientras en Occidente creemos en Jesucristo como hijo de Dios, el islam ve en Mahoma la figura suprema. Esta diatriba religiosa ha evolucionado en confrontación cultural.
Hoy, este conflicto no solo se manifiesta en los campos de batalla, sino en el corazón mismo de nuestras sociedades. La migración masiva desde países musulmanes hacia Europa, América del Norte y, más recientemente, hacia América Latina, ha puesto en evidencia las fricciones entre dos visiones de vida. En Occidente creemos en la libertad individual, la igualdad entre hombres y mujeres, y el respeto a los derechos humanos. En contraste, algunos regímenes islámicos sostienen estructuras teocráticas que subordinan a la mujer, restringen la libertad de pensamiento y suprimen la diversidad religiosa.
El problema no es la migración en sí, sino el intento de imponer en sociedades libres prácticas contrarias a nuestros valores. No podemos tolerar la mutilación genital femenina, la violencia contra las mujeres o la negación sistemática de libertades básicas, escudadas bajo pretextos culturales o religiosos. La tolerancia no puede ser un arma en contra de la civilización que la creó.
Occidente debe tener la valentía de defender sus principios sin complejos. La familia, la educación, la fe, la libertad y la justicia son pilares que no deben ceder ante ninguna imposición externa. La retórica de una multiculturalidad mal entendida ha llevado a que algunos sectores justifiquen atropellos bajo el argumento de la diversidad. Pero el respeto a las diferencias culturales no implica aceptar la imposición de ideologías totalitarias o patriarcales que niegan la dignidad humana.
En este escenario, Jerusalén se convierte en símbolo y epicentro del conflicto. Ciudad sagrada para judíos, cristianos y musulmanes, representa la intersección de las grandes religiones abrahámicas, pero también el punto de fractura más agudo del planeta. Israel, como Estado democrático y bastión de la civilización occidental en Medio Oriente, está librando una batalla por su existencia, que no es solo suya, sino de todos los que valoramos la libertad y la democracia.
He seguido con atención los testimonios de comunidades cristianas perseguidas en Medio Oriente. Como salesiano, no puedo permanecer indiferente ante la destrucción de iglesias, la persecución de sacerdotes, la censura religiosa. Esto no es solo una tragedia humanitaria, sino un ataque frontal a la libertad de culto, que constituye la base de cualquier sociedad libre.
La realidad es que estamos en una guerra geocultural, una guerra de valores, de visiones del mundo, de futuro. Si no defendemos nuestros principios, otros se impondrán. Esta no es una lucha por recursos, sino por el alma de la humanidad. Y no podemos permitir que la violencia, el fanatismo y el oscurantismo dicten las reglas del nuevo orden mundial.
Debemos asumir esta batalla con claridad y firmeza. No desde el odio, sino desde la convicción profunda de que nuestros valores son válidos, justos y universales. Y si el camino hacia la defensa de nuestras libertades exige sacrificios, entonces habremos de enfrentarlos con la dignidad de quienes comprenden que la civilización no se hereda, se defiende.
Adelante, con espíritu de vencedores.
Salesiano de pura cepa.

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