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Democracia, elecciones y crisis política

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Preludio. El régimen político de nuestra patria pretende ser democrático. Los ciudadanos eligen a los legisladores, que son los diputados, que, a su vez, eligen a las supremas autoridades judiciales. Eligen a la máxima autoridad del órgano ejecutivo o Presidente de la República. Y eligen a la autoridad municipal. La elección debe ser legítima, y esa legitimidad consiste en que el voto por un determinado candidato debe ser adjudicado a ese candidato. Ninguna autoridad legislativa, judicial, ejecutiva, municipal o electoral, puede adjudicarlo a otro candidato, o suprimirlo.

Compete a la autoridad electoral garantizar esa legitimidad. En nuestra patria esa autoridad es el Tribunal Supremo Electoral, sobre el cual la Ley Electoral y de Partidos Políticos declara que “es la máxima autoridad en materia electoral”. También declara que es independiente o “no supeditado a organismo alguno del Estado.” Es máxima autoridad y es independiente precisamente para que pueda brindar aquella garantía de legitimidad. Empero, los ciudadanos deben confiar en que esa autoridad la brinda. Si no hay tal confianza, la democracia es una ingrata ficción, propia, no de grandiosos ciudadanos, sino de miserables súbditos.

Crisis política. Actualmente la patria sufre una crisis política que se originó en las elecciones generales celebradas el pasado 25 de junio. Intento un somero diagnóstico de esa crisis, y opino que la definen principalmente cinco sucesos.

Primero. Una no cuantificada o incuantificable proporción de ciudadanos no cree en la legitimidad de la elección. No tiene, pues, sensata certeza de que el voto ha sido adjudicado a aquel candidato por el cual se ha votado. Y entonces ha adquirido validez la creencia en un fraude electoral, o la sospecha de que lo hubo.

Segundo. Algunos partidos políticos han denunciado casos de ilegitimidad de la elección y han emprendido acciones judiciales que reclaman legitimidad.  Una de esas acciones consistió en presentar un recurso de amparo en la Corte de Constitucionalidad, cuya finalidad realmente era que esa corte ordenara al Tribunal Supremo Electoral, suspender la declaración oficial sobre candidatos ganadores.

Tercero. La Corte de Constitucionalidad otorgó provisionalmente el amparo y ordenó al Tribunal Supremo Electoral examinar el escrutinio de votos, conocer “objeciones e impugnaciones”, comprobar la legalidad de actas sobre votaciones y, según el caso, repetir el cómputo de votos o anular la elección. El tribunal electoral ha iniciado el cumplimiento de la orden.

Cuarto. La Corte de Constitucionalidad ordenó suspender la “calificación” y la “oficialización” del resultado de las elecciones, hasta que se cumpla su orden de examen general de votos emitidos y votos adjudicados. Implícitamente esa orden incluyó la suspensión de la “calificación” y la “oficialización” de los candidatos presidenciales que competirían en una nueva elección. El tribunal electoral acató esta orden: oficialmente no hay candidatos ganadores ni perdedores, ni candidatos que competirían en una nueva elección.

Quinto. Predomina la incertidumbre sobre el curso del proceso electoral, que tendría que finalizar el próximo 20 de agosto, con una nueva elección presidencial. Hay incertidumbre, por ejemplo, sobre la reacción que pueda provocar, en los partidos políticos, y en los mismos ciudadanos, el cumplimiento de las órdenes de la Corte de Constitucionalidad.

Causa de la crisis. La causa primera de la crisis política es la no confianza de una proporción no cuantificada o incuantificable de ciudadanos, en que el Tribunal Supremo Electoral brindó garantía de legitimidad de la elección, es decir, garantía de que el voto por un determinado candidato fue adjudicado a ese candidato. Hay motivos suficientes de esa no confianza porque el tribunal ha mostrado, por ejemplo, negligencia, deshonestidad, irresponsabilidad e ineptitud.

Por negligencia no pudo emplear recursos tecnológicamente idóneos para transmisión de información sobre votos. Por deshonestidad no se preocupó por la legalidad de las actas sobre votaciones. Por irresponsabilidad no resolvió o no ordenó resolver problemas sobre legitimidad de la votación, fundamentado en esta atribución que la Ley Electoral y de Partidos Políticos le confiere: “Resolver en definitiva todos los casos de su competencia que no estén regulados por la presente ley.” Por ineptitud convirtió a la Corte de Constitucionalidad en órgano rector del proceso electoral. Hasta suscitó la sospecha de que tiene un interés político, o sirve a ese interés; y también suscitó la sospecha de que es corruptible. In summa: ese tribunal ha aniquilado cualquier piadoso residuo que hubiese subsistido de la confianza que alguna vez hubo en ese tribunal.

Solución de la crisis. Una condición necesaria de la solución de la crisis es demostrar a los ciudadanos que se ha eliminado, o que honesta y eficientemente se ha intentado eliminar, todo caso de no legitimidad de las elecciones generales. Esa demostración no puede ser obra del Tribunal Supremo Electoral, precisamente porque no hay confianza en él, sino hay toda la desconfianza posible. Debe ser obra de las juntas electorales de distritos. La ley lo permite.

Por supuesto, esa solución no puede restituir la confianza en el Tribunal Supremo Electoral o, propiamente, en los actuales magistrados de ese tribunal. Esos magistrados tendrían que ser sujeto de antejuicio, en el cual se autorice someterlos a procedimiento penal, acusados, por ejemplo, del delito de incumplimiento de deberes. Creo que hay pruebas suficientes para que los jueces dicten una sentencia condenatoria.

En el futuro, magistrados del Tribunal Supremo Electoral poseedores de atributos de moralidad, aptitud intelectual, excelencia profesional, honradez y honestidad, y sentido del derecho, pueden comenzar a restituir la confianza en ese tribunal. Ya hubo magistrados con esos atributos, que fueron los creadores de un tribunal electoral que tenía la ahora destruida confianza de los ciudadanos.

Post scriptum.  Comenzar a restituir la confianza en el Tribunal Supremo Electoral adquiere infortunada complejidad porque los magistrados de ese tribunal tienen que ser electos por diputados que ahora, notablemente más que antes, pueden demandar magistrados servidores de su ilícito interés, o del interés de los partidos políticos, o del Presidente de la República. Empero, ese comienzo es necesario para el progreso del régimen político de la patria, y debe ser intentado con poderoso idealismo o con edificante romanticismo.

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