Cena presidencial y evocación del buen San Francisco de Asís
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El Señor Presidente llamó a su Secretario Privado, y díjole: «Estoy próximo a cumplir ya 16 meses de ejercer la Presidencia de la República. Invite a mis principales asesores a una cena, en la Casa Presidencial. Elija algún día viernes de la última semana del presente mes. No quiero que sea un día sábado. ¡Les impediría que en un día tal disfruten de su vida familiar o de su oculta vida erótica! Quizá inquieran por el motivo de la cena. Dígales que usted tiene la impresión de que el motivo es agradecer la sabia asesoría que me han brindado, y su dedicación, y su lealtad y, principalmente, su sinceridad .
El Secretario Privado se despidió e inició el retiro; pero antes de que cerrara la puerta de la oficina presidencial, que no era oval, sino cuadrangular, el Señor Presidente le dijo: «Por favor, solicite la colaboración del Secretario de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia de la República. La comida principal debe ser el tamal, el cual no me gusta mucho; pero debo aparentar que soy nacionalista, aun en la comida. Por supuesto, también debo aparentar sobriedad y prudencia en el empleo del dinero que, mediante tributos, obtenemos del pueblo. Me es más tolerable el tamal que tiene bastante recado y una moderada cantidad de alcaparras y aceitunas. Con el fin de destacar más mi nacionalismo y mi sobriedad y prudencia en el empleo de aquel dinero, el complemento debe consistir en chuchitos, rellenitos de plátano y chiles rellenos. No importa que no me gusten. Por supuesto, los señores asesores quizá lamentarán tan modesta y barata comida, y pretenderían una cena con comida preparada por un hotel calificado con diez o veinte estrellas. ¡Qué disfruten esa pretensión!
Llegó el día o, más bien, la noche de la cena. Desde las 19 horas comenzaron a llegar los asesores. Aquellos que ya se conocían se abrazaron emocionados, y algunos no pudieron evitar la manifestación de recíprocos sentimientos que una conservadora sociedad podía reprobar. Aquellos que no se conocían se presentaron ellos mismos y se observaron con discreta confianza o con cautela que la cortesía intentaba ocultar. Los asesores conversaban, bromeaban, reían y bebían con obligada sobriedad; y elogiaban al Señor Presidente, de quien opinaban que era un estadista. Algunos hasta opinaban que la Constitución Política debía ser reformada para declararlo Presidente Perpetuo, como lo fue el fundador de la República de Guatemala, Rafael Carrera Turcios.
Cuando eran las nueve de la noche, llegó el Señor Presidente. Los asesores se apresuraron a saludarlo; pero algunos esperaban que él los saludara. ¡Esa sería una prueba de su importancia! Un asesor, prematuramente seducido por Baco, alzó su copa y exclamó: «¡Brindo por el estadista! ¡En nombre del pueblo de Guatemala agradezco que haya sido candidato presidencial, y felicito a ese pueblo por haberlo elegido!
Eran ya las diez de la noche. Hermosos tamales fueron depositados en blancos platos grandes de decorada porcelana. En el ambiente se mezclaban los aromas de la masa tamalística, del recado, de la hoja de plátano, de las alcaparras y las aceitunas, y hasta del cibaque. El Señor Presidente contempló su humeante tamal. Cuidadosamente probó pequeñísimas porciones de masa y de recado, y de un trozo de legítima carne de marrano. Mostró su complacencia y comenzó a comer. El Secretario Privado y el Secretario de Asuntos Administrativos y de Seguridad de la Presidencia sonrieron.
Los asesores esperaban un brindis presidencial. ¡Ansiaban escuchar elogios por su primoroso trabajo de asesoría, con el cual la aprobación popular del Señor Presidente había aumentado, con respecto a su popularidad cuando inició su período de gobierno. El pavoroso número de pobres se había reducido extraordinariamente, por la diligente y patriótica labor de asesoría de ellos. Daban más de lo que recibían y estaban orgullosos de tan patriótico sacrificio.
Repentinamente el Señor Presidente se irguió amenazante y dijo: Se dicen muchas cosas de mí. Es explicable. Soy el Señor Presidente. Casi todas son buenas. Es explicable. Soy un excelente Señor Presidente. Sin embargo, se dicen algunas que son malas. Se sirvió vino en una destellante copa de cristal, y agregó: Algunas de las cosas malas que se dicen de mí hasta me provocan gracia. Otras, sin embargo, me molestan. Los asesores callaban. Cuando el Señor Presidente interrumpía su discurso y observaba la actitud de los asesores, el silencio era tal, que el ruido que provocaba el contacto de un tenedor o una cuchara con un plato, era como el golpe de un martillo sobre un yunque.
Me molesta, por ejemplo, que se diga que me parezco a San Francisco de Asís; pero que hay una diferencia muy importante, dijo el Señor Presidente. Un asesor preguntó con alcohólica intrepidez: ¿En qué se parece a San Francisco de Asís, Señor Presidente? El Señor Presidente respondió: Se dice que, como San Francisco de Asís yo soy bueno. Soy generoso. Soy virtuoso. Y también se dice que, como él, estoy rodeado de animales…«
El mismo asesor lo interrumpió: ¿En qué consiste, entonces, la diferencia? El Señor Presidente respiró con rara intensidad. Sorbió más vino. Dirigió un melancólico mirar hacia una lámpara; y luego observó a los asesores, que parecían haberse petrificado. Y con calma pero con reprimido enojo, pronunció este discurso:
Se dice que la diferencia consiste en que los animales obedecían a San Francisco de Asís… ¡Pero ustedes no me obedecen! Mencionaré un caso. No me han brindado la asesoría que les he solicitado para lograr el supremo fin de mi gobierno: destituir a la Fiscal General de la República. Les he solicitado que me asesoren para destituirla por medios ilegales, como la compra de veredictos judiciales o de decretos legislativos; pero me han recomendado acudir legalmente a la Corte Suprema de Justicia y a la Corte de Constitucionalidad, y proponerle al Congreso de la República, una reforma de la ley. He fracasado.
Recientemente, por recomendación legalista de ustedes, decreté que la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados se aplicará plenamente en Guatemala; y entonces los tratados prevalecerán sobre el régimen jurídico constitucional o no constitucional de nuestro país. El propósito es que yo pueda destituir a la Fiscal General en nombre de tratados internacionales. La ley de Guatemala no importaría. Sin embargo, es probable que la Corte de Constitucionalidad declare no válido mi decreto. Aun si lo declara válido, podría no ser válido invocar la prevalencia de los tratados para destituirla. Fracasaré una vez más
Me han recomendado, pues, e insisten en recomendarme, un incierto legalismo estúpido y no un cierto ilegalismo inteligente y elegante, tan inteligente y elegante que parezca ser un riguroso legalismo. Puedo perdonar que ustedes sean animales; pero no puedo perdonar que sean desobedientes.
El Señor Presidente se sentó y con un movimiento de manos parece haber sugerido estas palabras: Dixi et salvavi animam meam, o He dicho y salvado el alma mía. Los asesores intercambiaron miradas y gestos. El Señor Presidente les dijo que se ausentaría durante algunos minutos, para que deliberaran sobre aquello que les reprochaba. Y se ausentó. Paseó meditabundo en los corredores y en el patio de la Casa Presidencial. Los asesores deliberaron y pronto decidieron sobre aquello que debían hacer. Transcurridos cinco o seis minutos, el Señor Presidente volvió y se sentó. Los asesores se irguieron y simultáneamente, como lo habían convenido, le dijeron con enérgico ánimo: ¡Prometemos obedecerlo, Señor Presidente! ¡Ya no habrá tal diferencia!
Post scriptum. El Señor Presidente los bendijo; y sintió una rara plenitud franciscana y evocó, con íntima emoción, el Cántico de las Criaturas o Cántico del Hermano Sol, de Francesco d’Assisi, il poverello d’Assisi.

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