
Dios como cultura
Desde la Ventana de Mi Alma
Cuando se habla de Dios desde la religión, muchas veces se encierra el concepto en dogmas, estructuras y normas que dividen: “mi fe” frente a “la tuya”. En cambio, si se piensa a Dios como cultura, se amplía el sentido: ya no es un Dios limitado a credos, sino un Dios que se expresa en el arte, la música, la palabra, la danza, la naturaleza, la memoria colectiva y la experiencia compartida de los pueblos.
Sería como reconocer que lo divino está en la trama cultural de la humanidad, en lo que nos conecta, nos eleva y nos da sentido.
En ese enfoque:
Dios se vuelve patrimonio universal, no propiedad de ninguna religión.
La espiritualidad se vive como forma de cultura viva, que se transmite en símbolos, valores, tradiciones y creatividad.
Deja de dividir, porque la cultura tiende a sumar y dialogar.
Podría decirse que vestir el concepto de Dios como cultura es darle un ropaje más inclusivo, donde caben la diversidad y la unidad al mismo tiempo.
Durante siglos, la humanidad ha vestido el concepto de Dios con los trajes de las religiones. Cada credo, con sus rituales, dogmas y símbolos, ha intentado darle forma a lo inabarcable. Sin embargo, esas vestiduras a menudo han dividido más de lo que han unido. Como si en un mismo banquete, cada invitado trajera su propio plato y no quisiera compartirlo.
Pero, ¿qué pasaría si, en lugar de verlo solo como religión, comenzáramos a mirar a Dios como cultura?
La cultura no excluye, sino que teje la memoria de todos los pueblos. Es como un río donde desembocan muchos afluentes: canciones, danzas, lenguas, pinturas, tradiciones, costumbres, silencios y hasta la manera en que amamos y cuidamos la tierra. Allí también late lo divino.
Tal vez Dios, más que un dogma, es la melodía que compartimos, la chispa que inspira nuestra creatividad y la voz silenciosa que nos recuerda que, aun siendo distintos, somos uno en el mismo tejido humano.
Si la religión es un traje formal que a veces ajusta demasiado, la cultura es como una manta tejida con hilos de colores. Cada hilo representa una experiencia humana distinta, y sin embargo todos juntos dan abrigo y sentido. En la cultura, Dios no se queda encerrado en templos ni limitado por credenciales de pertenencia; se manifiesta en lo que compartimos como humanidad.
Pensar a Dios como cultura nos permite mirarlo en el mural que pinta un joven en su barrio, en la canción ancestral que una abuela entona para dormir a su nieto, en el aroma de un pan que reúne a la familia, en la danza que une pasos y corazones. Todo eso es espiritualidad encarnada en la vida cotidiana.
Vestir a Dios de cultura es reconocer que lo divino no es propiedad de una religión, sino patrimonio universal. Es recordar que, antes de aprender a rezar con palabras, ya sabíamos cantar, pintar, bailar y contemplar el cielo.
Hoy más que nunca, necesitamos un concepto de Dios que no divida, sino que nos reúna. Tal vez la invitación sea a dejar de discutir cuál traje es el correcto, y empezar a contemplar el tapiz que hemos tejido juntos como humanidad. Porque en la cultura, ese espacio común donde convergen nuestras diferencias, Dios se hace visible como la chispa que enciende nuestra creatividad y como la voz que nos recuerda que somos uno.

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