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La decadencia del sistema es absolutamente indisimulable

Existe Otro Camino

Las escuelas y las universidades vienen tropezando desde hace décadas. A pesar de los discursos grandilocuentes y de la declamada preocupación por el tema, nada cambia un centímetro como para detener el permanente deterioro.


El debate emerge inexorablemente con inusitada fuerza. Todos perciben la persistente declinación en la que se encuentra inmersa la educación, pero nadie se anima a interpelar esta dinámica con suficiente potencia.

La política conoce sus responsabilidades mientras se hace la distraída. De tanto en tanto habla de la importancia de optimizar lo que ya existe, pero a la hora de pasar a la acción todo queda en el aire y se diluye a gran velocidad desapareciendo de la agenda esperable de cualquier gobierno.

Los docentes visualizan una interminable lista de contrariedades, pero no todos ellos creen ser parte del problema, ni mucho menos de las eventuales soluciones. De hecho, algunos se consideran víctimas, se ponen a la defensiva y esperan que otros asuman la labor de torcer el inercial rumbo.

Claro que en tiempos de recesión económica los ciudadanos están más angustiados con la imposibilidad de pagar sus cuentas, la inflación y la ausencia de oportunidades de progreso que con cualquier otro tópico de la vida en comunidad, por relevante que parezca. Las prioridades centrales, desde hace mucho, se han distorsionado y la gente se enfoca entonces en la inmediatez de sus dramas. El dinero queda en el centro de la escena y el resto de los dilemas son postergados hasta una ocasión mejor, esa que nunca llega.

Es lamentable que pese a la aplastante evidencia que se acumula de múltiples maneras nadie se tome la tarea de encarar esta problemática que condena a los más jóvenes a un futuro poco prometedor. Las críticas al sistema abundan y casi ningún costado sobrevive indemne. Los contenidos son burdamente sesgados e intentan manipular a los alumnos, la metodología utilizada en las clases es completamente anticuada, muchos educadores son analfabetos digitales, la calidad sigue ausente y los directores de los establecimientos dejan mucho que desear.

Las generalizaciones son siempre injustas y seguramente existen excepciones a la regla, pero sería difícil refutar que en la mayoría de los casos se verifican situaciones indignantes e inaceptables.

Tal vez el elemento más contundente lo aporten los egresados que lejos de estar listos para integrarse activamente a la vida adulta, se encuentran con un universo que no encaja con todo lo que le han contado a lo largo de esos años de instrucción, que suponían muy útil para lo que luego les tocaría.

Individuos que tienen enormes dificultades para redactar una nota, con una pésima ortografía, con un vocabulario acotado, con inconvenientes inocultables para comprender un texto, que al leer un párrafo denotan esa falta de hábito, con limitaciones para hacer cálculos matemáticos sencillos y la lista de elementos podría continuar casi hasta el infinito.

Nadie espera que dominen conceptos sofisticados, sin embargo, son esos mismos colegiales los que investigan, por propio interés, aspectos que sus profesores jamás se inclinan, especialmente los relacionados a las nuevas tecnologías, inteligencia artificial e innovación. Sus realidades son otras bien diferentes y sus maestros no logran sintonizar ese registro. Algo está mal, pero lo peor de todo es que los que deberían ocuparse parecen estar muy cómodos observando aristas marginales que sólo implican pequeñas mutaciones que no tocan la esencia del esquema.

La educación merece reformas trascendentes y no ajustes irrelevantes. El tamaño de la crisis es tan significativo que una mínima modificación no alcanza para enderezar la dirección. Se precisan transformaciones de volumen, pero eso también requiere de gente dispuesta a intentarlo, a romper paradigmas, a confrontar corporaciones que se oponen al cambio.

Es posible que quienes integren el régimen vigente no estén en condiciones de liderar ese desafío. Ellos están disconformes con el presente, pero no están preparados para girar lo suficiente. No conocen otra cosa que lo actual y salir de este “status quo” no encabeza su ranking de anhelos.

Tal vez sea necesario que los padres se involucren más y salgan del confort que ofrece la crítica liviana. Quizás sea hora de escuchar a esos expertos que proponen ideas disruptivas, que cuestionan las raíces profundas y no sólo se dedican a lo que aparece en la superficie.

Habrá que ver si la sociedad desea analizar esa posibilidad con seriedad y si los anticuerpos que subyacen en la matriz imperante permiten que alguien pueda tener la osadía de objetar sus paupérrimos logros, esos que hablan por sí mismos y piden a gritos una reacción a la altura de las circunstancias. Hay mucho por hacer, demasiado por revisar, pero, sobre todo, lo que resulta vital es entender que no se puede continuar recorriendo este camino con tanta necedad como para sacrificar en el proceso a esa juventud a la que se la considera el porvenir mientras se la priva de las herramientas básicas para transitar el complejo mundo que deberán enfrentar.

Las generaciones del presente tienen una deuda gigantesca con sus hijos y nietos. Es una obligación moral hacer el intento, al menos, de abordar una autocrítica severa y asumir que es vital corregir errores cuanto antes para ofrecerles una chance bastante mejor que la que hoy se dispone.

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Alberto Medina Méndez

Es argentino, radicado en Corrientes. Es analista político, conferencista Internacional, columnista de: INFOBAE en Argentina, Diario exterior de España y El CATO de EEUU. Ha publicado más de 470 artículos en 15 países de habla hispana. Alberto conduce los ciclos radial y televisivo “Existe otro camino”. En 2002 recibió el “Premio Poepi Yapo” por su labor periodística y el “Premio Convivencia” como Periodista del Año. Poco después en 2006 fue galardonado con el “Premio a la Libertad”, de la Fundación Atlas. En 2009 recibió el “Premio Súper TV” por su labor como periodista

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